Extender los brazos mientras corres a toda velocidad es un acto intrínseco al juego.
Me atrevería a decir que casi cualquier niño, niña o incluso persona adulta ha imaginado volar, alto, muy alto.
En las alturas, se entrelazan millones de sueños de todas esas personas que alguna vez imaginaron que algo era posible. Ese momento es fundamental para sostener o iniciar un camino impensado, en el que todo puede ser posible.
Alzas la mirada, ves el cielo azul de una tarde despejada, extiendes los brazos simulando dos enormes alas y, con la velocidad de un halcón o la cadencia que conlleva el vuelo de un colibrí, emprendes el viaje.
Pocas personas en el mundo tienen la posibilidad de ganarse la vida cumpliendo ese sueño; y no me refiero a pilotear una aeronave, sino a la magia de extender el cuerpo en el aire una y otra vez.
La magia del arquero radica precisamente en ese privilegio. Ya sea en la cancha o en el fútbol profesional, el arquero es el único que, pase lo que pase, se divierte con lances maravillosos que estremecen al aficionado y sacan de quicio a la hinchada rival. Esta dinámica también es la única en la que puedes convertirte en héroe o villano con una sola acción; mientras el delantero falla una y otra vez, es el portero quien suele convertirse en el chivo expiatorio de la derrota.
Quien se atreve a jugar bajo los tres postes debe ser distinto, con alma de héroe y un toque de masoquismo.
Por ello, el carácter del portero debe estar dispuesto a soportar los reclamos de propios y extraños. De vez en cuando, una buena atajada será un bálsamo que le permitirá despotricar contra toda la defensa y, de paso, contra el árbitro por no pitar una falta o un supuesto fuera de lugar del rival.
En las canchas de barrio, el pavimento suele ser la prueba de fuego para quienes aspiran a defender la portería, levantando polvo, manchando y rompiendo la ropa, y sobre todo, soportando el dolor de las heridas provocadas por los lances.
En el llano, encontramos personajes coloridos que disfrutan de este rol en el campo. Nunca falta un par de arqueros que apoyan a todos los equipos para ofrecer seguridad en la portería y evitar que termine ocupándola "el menos malo".
Los guantes suelen estar desgastados, y la indumentaria puede variar, desde calcetas bien arriba de la rodilla hasta pants deportivos, combinados con una gorra que evoca épocas pasadas.
El fútbol mexicano nos ha brindado grandes representantes en este puesto. El más carismático y reconocido ha sido Jorge Campos, quien, con su peculiar forma de encarar los partidos, inclusive como jugador de campo, siempre dejaba comentarios de incredulidad ante sus atajadas y engaños. Sin lugar a dudas, y contra todo pronóstico, un portero logró ser, durante varias décadas, un emblema de talento y carisma asociado a la selección mexicana de fútbol. Fue mi ídolo.
De pequeño, jugué varios años como portero, intentando encontrar un espacio más divertido en el campo, donde pudiera volar unos segundos y rozar un balón que apenas pasara por encima del travesaño. Reconozco que la principal recompensa de tan ingrato puesto residía en esa sensación de poder ser el héroe del equipo, de tener en un lance la posibilidad de creer.
En esa fe casi ciega se fundamentan las esperanzas de muchos equipos. Tener un buen arquero significa poder concentrarse al cien por ciento en el rival, sabiendo que atrás hay alguien que brinda seguridad al equipo.
En el fútbol, como en cualquier deporte, el aspecto mental es prioritario, y un buen arquero es precisamente el bastión fundamental para seguir creyendo y luchando.