8 mayo 2025

Trigal con cuervos (1890), Vincent van Gogh.

Los cuervos

En la cultura popular mexicana, los cuervos cargan con una fama despiadada. “Cría cuervos y te sacarán los ojos”, dice el refrán. Son aves temidas, presagios de desgracia, símbolos del dolor, del fin, de lo que ya no tiene salvación. En los relatos del pueblo, se posan donde la muerte acecha. Son negrura alada, figuras de desesperanza. Pero esa imagen, trazada por el miedo y la superstición, desdibuja toda la maravilla obscura que son.

Porque el cuervo, más que una amenaza, es un ser mitológico. Un hechizo con pico y alas negras. En otras culturas, su sombra proyecta poder. En la mitología nórdica, Odín —el dios tuerto que lo ve todo— encuentra su poder en dos cuervos: Huginn y Muninn, pensamiento y memoria. Ellos surcan el cielo cada día y regresan al anochecer a sus hombros para susurrarle lo que han visto y oído, trayéndole noticias del universo. Sin ellos, Odín no es ningún dios. Los cuervos son conciencia dividida. Pensar y recordar: dos formas de volar.

Ese carácter liminal —entre la vida y la muerte, entre el día y la noche, entre lo que se dice y lo que se calla— ha hecho del cuervo una figura irresistible para el arte y la imaginación. Edgar Allan Poe lo entendió mejor que nadie. No podía haber elegido otra criatura para su poema más inquietante. Su cuervo no habla mucho: repite “Nevermore”. Pero esa única palabra lo vuelve símbolo de una pérdida sin consuelo, de una mente que se deshace en la penumbra del duelo. No hay consuelo, no hay redención. Sólo el eco de la pérdida. El poema de Poe dio forma a una estética: obscuridad, romanticismo fúnebre, sombra. Esa estética encontró un cuerpo donde realizarse en Brandon Lee, en su personaje de The Crow. Una figura trágica y vengadora, maquillada, cubierta de ropa negra, que resucita para hacer justicia. Ese cuervo no fue un héroe, fue un tótem. El cuervo como guía entre mundos, entre la vida y lo que viene después. La película fue un manifiesto estético que cristalizó una manera de habitar el dolor y el imperativo de la justicia.

Y ese tótem pasó a dar forma a una cultura, una forma de vestir, de mirar el mundo. Gente vestida de negro, ojos delineados, rostros pálidos, gestos contenidos; en concreto, una postura ante la vida. Se encontró en el cuervo y su enigma una estética total: ropa, fotografía, música, actitud. En la música, bandas como Caifanes, con su carga de lirismo obscuro y espiritualidad sombría, sintonizaron con esa vibra. También lo hicieron otras bandas como The Horrors, Bauhaus o Siouxsie and the Banshees, con sus atmósferas densas y visuales que parecían tomadas de un nido gótico.

Pero el cuervo también sobrevuela productos audiovisuales más recientes. En Game of Thrones, el Cuervo de Tres Ojos no es un simple animal: es la encarnación de la visión total. Es lo que fue, lo que es y lo que será. Ver más allá del presente, conectar con los árboles, los muertos, los recuerdos. Un símbolo de sabiduría arcana que regresa a los cuervos a su papel original: el de mensajeros entre mundos (y tal vez de justicieros absolutos).

Más allá de lo simbólico, los cuervos son extraordinarios. Los cuervos —que vuelan sobre nuestras cabezas y anidan en los árboles torcidos— son aún más fascinantes que sus versiones simbólicas. Son capaces de usar herramientas, planear a futuro, resolver acertijos, y también de algo inaudito: guardar rencor. Si un humano agrede a un cuervo, este lo recordará para siempre. Y los otros cuervos atacarán a ese humano que se convirtió en enemigo colectivo. Y ese rencor pasará de generación en generación. Atacar a un cuervo es ganarse enemigos perpetuos. Todo su aprendizaje es colectivo: observan, memorizan rostros humanos, comparten esa información con otros cuervos y modifican su comportamiento como especie. Ninguna otra ave, y casi ningún otro ser vivo, manifiesta una relación tan compleja con la memoria. Pero también se hereda el afecto. Hay registros de cuervos que llevan regalos —ramitas trenzadas, objetos brillantes— a personas que los han tratado bien. Su amor es tan profundo como su odio. Parecen practicar formas estoicas de justicia. Ese amor se expresa también en su relación con la muerte. La observan. La respetan. Son de las poquísimas especies que practican rituales funerarios: se congregan alrededor del cuerpo sin vida de uno de los suyos, lo rodean, lo estudian en silencio, como si algo debieran aprender de ese final. Hay en ellos una forma de duelo, de respeto, de comunidad. Se cuidan, se enseñan, se advierten. Entre cuervos buscan desentrañar el misterio de la muerte.

Son animales estratégicos: entienden reglas, manipulan herramientas, ocultan comida cuando otro los observa, simulan no tener interés para despistar. Piensan y también piensan sobre lo que los otros piensan. Tienen sentido del yo. En pruebas de espejos, se reconocen. En pruebas de engaño, engañan. En libertad, juegan. Surcan el cielo por el gusto de hacerlo, se deslizan por la nieve, arrastran objetos para oír cómo suenan. Hay un goce lúdico, una consciencia compleja.

En el arte aparecen como epifanías oscuras. Van Gogh los pintó sobre un campo de trigo antes de su muerte: Trigal con cuervos es, quizás, su cuadro más fúnebre: el cielo partido, un camino que apunta al horizonte del porvenir, las aves tan negras que parecen agujeros en el lienzo. Un ir y venir. Son cuervos y son presencias. Aparecen convertidas en umbral: ese tránsito entre el adentro y el afuera. Mediadoras entre la vida y la muerte. Pero en Magritte, aparece una representación que da cuenta de todo ese otro misterio que evoca no tránsito, sino sabiduría. En Les fanatiques vemos una mítica ave negra sobrevolando una fogata. ¿Quizá la caverna del famoso mito platónico se supera al volar como Huginn y Muninn? Pensar y recordar tal vez son operaciones que nos permitan entender por fin el mundo más allá de las formas y los reflejos, para de una vez por todas romper con los fanatismos, la ciega confianza al líder y salir de la acrítica ruta del camino trazado por la modernidad capitalista. Tal vez, es en esas operaciones y la articulada capacidad de antagonizar y empatizar donde está la solución a los misterios de nuestros tiempos.

Los cuervos nos miran. Nos reconocen. Nos recuerdan. Y nosotros les tenemos entre nuestros mitos, nuestras pérdidas, nuestras canciones más tristes. No son presagios de muerte, son recordatorios de que hay vida en la sombra, en el márgen, sabiduría en lo oculto, comunidad en lo que el día no alcanza a ver. En su obscuridad y su memoria radica la promesa de que nunca más se permitirán agravios impunes, en que la justicia será hecha.


Los cuervos

Les fanatiques (1963), René Magritte.