02 octubre 2024

El llano

El fútbol llanero es más que un simple deporte, es un eco de tiempos pasados, un reflejo de un fenómeno social que involucra mucho más que el juego. Es la esencia de lo cotidiano, la reunión de amistades, conocidos, familiares, vecinos y vecinas, todos convergiendo en un mismo espacio, vistiendo con orgullo los colores que, muchas veces, evocan a equipos lejanos o selecciones nacionales. La semana se desvanece en la espera ansiosa del fin de semana, el momento en el que los viejos tachones deportivos se desempolvan, listos para revivir esa chispa que nos conecta con algo más profundo.

Equipos de Fut11, Fut9, Fut7, rápido o sala, todos son escenarios donde las historias se entrelazan. Las canchas ven llegar a jugadores y jugadoras corriendo, rozando el límite del tiempo, uniformados con prisas, mientras el capitán o su sustituto le pide al árbitro un poco de tolerancia. Los compañeros, con las calcetas a medio poner o ajustándose las espinilleras, parecen retratos de una rutina sin fin, una repetición que, de alguna forma, siempre sabe diferente.

Los equipos más organizados, aquellos que llegan unos minutos antes, completan el rito de registrar a sus jugadores, siguiendo la tradición casi sagrada de que el capitán o director técnico se arrodille para organizar el cuadro inicial. En ese gesto se esconde la melancolía de quien sabe que, a veces, la elección no está en los que juegan mejor, sino en los que logran llegar.

Para los curiosos, los que paseamos cerca de estos complejos deportivos sin intención de jugar, pero con el deseo de observar, el espectáculo es siempre familiar. El saque de banda mal ejecutado, el tiro de esquina que no llega al área, la oportunidad perdida por el delantero o delantera, un disparo lejano que parece sencillo para el portero pero que, al intentar atraparlo, se incrusta en la red, sellando un destino que nadie había previsto. Y luego, las broncas. Esos pequeños actos de furia que brotan de un roce insignificante, una jugada que no llevaba violencia, pero que deja una sensación de agravio en el aire, mientras el árbitro, distante, camina en el centro del campo, pitando la justicia más imparcial que su lejanía le permite. Tampoco faltan las terribles excusas de los hacheros: "es que estaba buscando la falta", suelen comentarle al arbitro, luego de casi romper un tobillo.

Alrededor de la cancha, el bullicio de los puestos de comida, aguas frescas, refrescos, y dulces nos envuelve. Cervezas y micheladas, prohibidas pero siempre presentes, se abren paso entre las gradas improvisadas: pasto, tierra, un par de ladrillos o rocas que se convierten en asientos. Y allí, en ese espacio, las discusiones son inevitables. Las miradas se cruzan con un dejo de derrota mientras las voces se alzan con reproches que parecen venir de lo más profundo del ser. "No es posible que se pierda el medio campo de esa forma"; "nadie la pide"; "todos se quitan el compromiso"; “muévanse, pidan la pinche pelota”. Es en esos instantes cuando el fútbol se analiza bajo la bandera del "hubiera", esa palabra que, en este deporte, siempre está presente.

Las derrotas pesan más que los cuerpos fatigados. Los jugadores se quitan los tachones, las miradas se pierden en el suelo y las palabras parecen encontrar eco en los silencios del campo. El fútbol llanero está impregnado de esa frustración intrínseca, esa que nace no solo de no poder jugar profesionalmente, sino también de la vida misma, donde el fútbol sigue siendo una constante, aunque a veces parezca trivial.

En el llano, la mayoría de los equipos no juegan para ser campeones. Pocos son los que tienen el talento o la constancia para pelear por un trofeo. La verdadera batalla se libra entre los propios compañeros de equipo, contra los demonios internos que persiguen a cada jugador. Al final del día, quizá la razón de seguir jugando es simplemente esa: jugar, sin más pretensiones que el placer de hacerlo.

 

Con los años, el cuerpo empieza a resentir cada partido. Las dolencias se acumulan y se convierten en compañía habitual durante la semana. Pero cuando llega el siguiente fin de semana, ahí estamos otra vez, listos para volver a la cancha. El silbatazo final marca no solo el cierre del partido, sino el inicio de la espera por el próximo juego, porque, más allá de la frustración y del cansancio, lo que nos hace volver es ese contacto fugaz con nuestra infancia, ese momento en que el fútbol no era más que un juego, pero un juego que significaba todo.