La pasión necesita un detonante —o varios— que lleve las emociones a límites inimaginables.
Cuando el fútbol es la razón, es fácil identificar los momentos en los que el grito de gol permanece en el imaginario, individual o colectivo, perpetuándose en las pláticas de sobremesa.
Para el aficionado mexicano, la selección nacional tiene un historial mayormente desabrido. Las expectativas de victoria, acompañadas de fe, han terminado casi siempre sepultadas por la cruda realidad de la derrota. Pocos momentos de alegría existen a nivel de selecciones; las categorías menores han logrado campeonatos mundiales y una medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Londres 2012, pero en la selección mayor, los triunfos memorables son escasos.
Entre estos, destacan algunos momentos icónicos que han quedado grabados como meros instantes: la primera vez que se alcanzaron cuartos de final en México 70; la tijera de Negrete en el 86; el gol de Jared a Italia; la victoria ante Francia en 2010; el gol del “Chucky” y el triunfo sobre Alemania en fase de grupos. Todos son episodios que siguen emocionando al espectador, aunque no trascendieron más allá de lo anecdótico.
El palmarés de México fuera de la zona de la CONCACAF sería nulo de no ser por la Copa Confederaciones de 1999. Este torneo reunía a las seis selecciones campeonas de sus respectivas confederaciones, al anfitrión del evento y al campeón del mundo, sumando un total de ocho contendientes. Tradicionalmente la antesala del Mundial, el torneo dejó solo seis campeones en su historia: Brasil con cuatro títulos; Francia con dos; y Argentina, Dinamarca, Alemania y México con uno cada uno.
En 1999, México fue sede de dicho evento, y la final se celebró en el Estadio Azteca. Ese año, además del infundado miedo al cambio de siglo, en el país se vivía la incertidumbre y el ambiente previo a la primera alternancia política de su historia.
Brasil y México terminaron primeros de sus grupos. En semifinales, derrotaron a Nueva Zelanda y Estados Unidos respectivamente, lo que preparó el escenario para una final inolvidable.
El Estadio Azteca fue testigo de un enfrentamiento entre México y un combinado brasileño muy joven, liderado por Ronaldinho como gran promesa emergente. El partido comenzó con un México dominante, que se adelantó dos a cero antes de la media hora. Sin embargo, Brasil mostró su estirpe histórica y empató el encuentro a dos goles.
Hay imágenes que nunca se borran de la memoria. Cierras los ojos y sientes cómo la piel se eriza mientras aprietas los puños. Esa noche, Zepeda aprovechó un rebote en el área y adelantó nuevamente a México, tres a dos. Pero fue otro momento el que se convirtió en la estampa más inolvidable de aquella jornada.
Contragolpe mexicano. Pase de Germán Villa —el único bueno que dio en su vida— hacia el espacio. Un joven Rafael Márquez, que ya despuntaba como pieza clave del Atlas de Ricardo Antonio La Volpe, recibió el balón y avanzó esperando el movimiento del 10. El pase preciso del “Káiser de Michoacán” aterrizó en los pies educados de Cuauhtémoc Blanco, una figura polarizadora: amado y odiado por su carácter e identidad americanista, pero incuestionable en su capacidad para marcar diferencia con la camiseta verde.
El estadio contuvo la respiración. Algunos espectadores se levantaron de sus asientos en el recinto; otros lo hicieron desde sus sofás o camas. Blanco, dentro del área y frente al marco, era garantía de que algo especial podía suceder: un pase, un regate, una pisada, un disparo. Zepeda, autor de dos goles esa noche, quedó inmóvil, siendo el espectador privilegiado de aquella obra maestra. Sin quererlo, su inacción bloqueó involuntariamente al segundo defensa brasileño.
El narrador Enrique “Perro” Bermúdez inmortalizó el momento:
—Aquí viene Márquez, del otro lado sólo Cuauhtémoc… Cuauhtémoc, suya, suya, suya, suya, ¡suuuuuya! ¡Gooooooooool! ¡Cuauhtémoc! ¡Cuauhtémoc! ¡Cuauhtémoc! ¡Gooooooooool de México!
Blanco recibió el esférico y encaró al defensa. Amagó con la pierna derecha, un gesto ambiguo que pudo ser regate o disparo. ¿Quién podría saberlo? Pisó el balón en dirección contraria, dejando al defensor fuera de combate. Con el espacio ganado, soltó un disparo raso al poste más lejano, imposible para Dida, arquero histórico de Brasil y del AC Milán.
Cuatro a dos. Zé Roberto descontó poco después, pero ese gol quedó en el olvido.
Si le preguntas a cualquier aficionado al fútbol mexicano por ese campeonato, su memoria evocará inevitablemente aquella jugada.
Somos también esos recuerdos que nos conducen, aunque sea por un instante, a la gloria: ya sea para empatar un partido, ganar uno de temporada regular o simplemente recordar un gol que, aunque insuficiente en otras circunstancias, fue hermoso. Y cuando la emoción de aquel momento culmina en un campeonato, la anécdota se vuelve inmortal.