Llamarada, novela gráfica de Jorge González.
Dedicado a “la burra” con quien, de niño, compartí cancha y calle.
DEP
Llegas corriendo de la escuela, avientas la mochila y rápidamente intercambias los zapatos desgastados —si bien le va a tus padres— por unos tenis que, con mucha suerte, pueden ser idénticos —o una copia al menos— de aquella persona a la que tanto admiras.
Es el inicio de la década de los noventa, pero también pueden ser los ochenta o los dos mil; inclusive los setenta. Realmente no importa. Tomas, con ambas manos, ese viejo esférico desgastado y corres hacia la calle. A lo lejos, sólo alcanzas a percibir unos gritos lejanos de tu madre o tu abuela, quien te recuerda que la comida está lista. En tu mente realmente no hay vuelta atrás. Esas palabras comienzan a difuminarse mientras tu andar cada vez está más cerca de la puerta. Muy probablemente haya más que una reprimenda al regresar a casa.
Venciste el primer reto, lograste estar fuera del alcance de esa figura de autoridad, estás inspirada o inspirado… volteas a ambos lados de la calle y ya ves a tu pequeño grupo de amistades esperándote para poder arrancar el juego.
Puede ser fut o básquet, o cualquier deporte o actividad, esa que más te encantaba cuando eras tan sólo una niña o un niño. En aquel entonces lo que más valía la pena era salir a disfrutar la vida a través del espejo de esas personas y encontrar un espacio común en el que todos abrazaran la misma causa y, por supuesto, te sintieras parte de ello.
Consiguen las mejores piedras para simular postes o simplemente, con una rama, trazan una portería imaginaria en el pavimento o muy probablemente sobre la tierra. La imaginación es tan maravillosa que el viejo bote del agua, ese que tu abuelita te advirtió que no sacaras a jugar, es el que ocupan como canasta.
Corres por una o tal vez dos horas a lo largo de la calle. Brincas, te deslizas. Intentas dar todo por ese pequeño momento en el que el balón se contonea a través del aro para deslizarse suavemente por la red —siempre imaginaria—. O lograr un disparo perfecto a la pelota, con la cara exterior del pie, que supere al arquero para golpear la piedra o la mochila que utilizaron de poste e incrustarse en el fondo de la portería.
Cuando sucede, esta alegría máxima se ve forzada a interrumpirse por un saque rápido del equipo rival, que busca desesperadamente igualar el marcador, ese que al final del partido se deja a un lado para definirse a través de una última canasta o del siempre injusto pero consensuado “gol gana”.
Termina el juego, levantas tus cosas y te dispones a entrar a casa, si eres un poco consciente, te sacudes un poco la tierra de la ropa. Tienes hambre y sed. Mientras te diriges a la cocina intentas esconder el pantalón o los tenis rotos que con tanto esfuerzo compraron tus padres y te advirtieron no utilizar para cascarear. Sea cual sea el resultado en casa, hubo una victoria previa en la calle y, por supuesto, lo volverías a hacer.
Al crecer puede que la esencia de la diversión se transforme en una lucha de egos constante, enmascarada en la competitividad o quizá un desencanto de las formas mañosas en las que el juego se convierte en otra cosa. El olvido se vuelve una constante casi rutinaria para ocultar el dolor de las “cosas importantes” de la vida adulta.
De vez en cuando, conviene dejar de ponernos serios, desempolvar esos viejos tenis deportivos o, porque no, comprar unos nuevos. Muchas veces gran parte de la felicidad está en correr detrás de un balón y olvidar, al menos por el momento, las cosas que el resto de personas adultas te dicen que importan. Al fin y al cabo, el olor a tierra mojada lo vale.