El Jockey, la última película del director argentino Luis Ortega (Caja negra, Monobloc y El Ángel), es una invitación a ser un caballo desbocado que corre por los suburbios de América Latina. Es una historia sobre personajes marginales, decadentes, estrellados que, sin saber cómo ni porqué, resurgen en una otredad también marginal. Pero también es la posibilidad de ser otro, de redimirse de sí mismo.
En los primeros minutos, el espectador se encuentra con Remo Manfredini (Nahuel Pérez Biscayart), un legendario jinete de carreras, en proceso de autodestrucción. O, más bien, lo descubre así, completamente decadente: drogadicto, famélico, alcohólico. Se encuentra endeudado con el mafioso Rubén Sirena (Daniel Giménez Cacho) y su relación con Abril (Úrsula Corberó) está en riesgo. Nada en su vida parece rescatable.
Todo termina por dislocarse cuando Remo sufre un accidente justo cuando compite en la carrera más importante de su vida. Se estrella y casi muere. Parece que no sobrevivirá, pero para sorpresa de todos, sobrevive como un hombre sin pasado. Desde este instante, la película transcurre en un sin-sentido: Remo adquiere una forma trasvesti y deambula por la ciudad. Empieza una nueva vida.
Es así que el espectador descubre el pasado —desconocido, hasta ese momento— y el presente de Remo. Su nuevo yo se llama Dolores y, aunque ha dejado atrás a Remo, continuará en corridas clandestinas de caballos. Sin embargo, en esta nueva etapa de su vida es Dolores quien monta los caballos y, acaso, tiene reminiscencias del legendario jockey que fue.
Cada una de las escenas ocurren enmarcadas en una paleta de colores al estilo del director finlandés Aki Kaurismäki junto a algunas coreografías que nos recuerdan a Pulp fiction de Quentin Tarantino. La música de fondo nos transporta a un pasado latinoamericano ya muy lejano: Piero, Virus, Palito Ortega, Nino Bravo y Sandro.
Con El Jockey, Ortega da un aire fresco, delirante y surrealista al cine argentino, pues la trama es transgresora y no precisamente por el tema, sino por la forma en la que está construida. Lo que parece no tener sentido, es una posibilidad de cambio, una forma de asumirse de otra forma en el mundo.