Esa sensación de habitar un sitio fragmentado, casi a punto de resquebrajarse por dentro y por fuera, es la que explora de Wim Wenders en El cielo sobre Berlín (1987). En las primeras escenas, dos ángeles, Damiel (Bruno Ganz) y Cassiel (Otto Sander), caminan sobre las invisibles líneas divisorias de la ciudad de Berlín durante la época del muro.
Los ángeles observan a los transeúntes, sus miradas y sus pensamientos. Escuchan la angustia de ser uno de ellos y, acaso, quieren ser uno de ellos. En una ocasión, Damiel ve en un circo a Marion (Solveig Dommartin), una trapecista que lleva un par de alas como él sobre la espalda, y desde entonces busca traspasar el límite que los separa.
La historia inicia con esa fijación —casi desesperada— de Damiel por ser un humano, por ver el mundo a color y por sentir todo en la piel. “Sería tan lindo volver a casa cansado y alimentar al gato. Tener fiebre y sentir el peso del cuerpo. Mentir, mentir sin vergüenza”, le dice a Cassiel mientras mira con curiosidad a los otros.
En esos días, en los que la humanidad parecía estar hastiada de sí misma, Wenders parece decir que todavía hay quienes quieren ser parte de ella. Evocando Las elegías de Duino de Rainer María Rilke, el cineasta alemán apela a mostrar a un ser fragmentado, un ser que acepta lo terrible como inicio de lo bello.
Damiel ansía vestirse con la piel del amor, ansía ser correspondido por Marion, aunque sepa —desde su condición de ángel que todo lo sabe— que amar es el inicio de la contradicción misma. Pero también sabe que esa desazón contiene al viento que nos toca la cara, al canto de las aves y al cuerpo del otro como uno propio.
Después de ese viaje interior, Damiel logra convertirse en ser humano y con ello el film transita a color. Sin creerlo, prueba su propia sangre para comprobar su existencia, pues no todos los días se vive, aunque, como diría Octavio Paz, se nos haya olvidado el “asombro de estar vivos”.
Es Wenders, quizá, un optimista o un apologeta de la vida en toda su extensión. Mira los intersticios, tal como lo hizo en Lisbon Story (1994) y Perfect days (2023), de los hilos que nos sostienen al aquí y al ahora. La barbarie siempre estará ahí, pero también habrá quienes quieran apostar por coexistir con lo trágico en búsqueda de su antítesis.