Reconocernos como feministas, de alguna manera, también nos convierte en presas de una imagen de mujer fuerte, incapaz de equivocarse, de ser débil, de decir una mala palabra, incluso cuando está siendo violentada por su propio género. No podemos resbalar y volver a levantarnos. ¿Por qué? Si se supone que eres feminista, estás informada, sabes detectar las red flags, hablas de amor propio… ¿cómo alguien puede lastimarte, hacerte dudar o incluso llevarte a ser candil en la calle y oscuridad en la casa?
Sin embargo, ser feminista nos da herramientas e información, pero no nos blinda ni nos vacuna contra el machismo. Aunque estemos muy alerta en nuestras relaciones sentimentales, podemos ser víctimas. La diferencia es que ya no reaccionaremos con omisión como cuando desconocíamos estas realidades: ahora sabemos a qué instancia acudir para denunciar, cuáles son nuestros derechos y, sobre todo, cómo sanar con nuestras poderosas redes violetas, que son un bálsamo para el corazón.
Otra de las cosas que enfrentamos al asumirnos feministas es la tentación de tirar la toalla constantemente, la sensación de que todo lo que hacemos es como quitar un grano de arena de todo un mar. Luchamos contra un monstruo enorme: el patriarcado. Y el activismo feminista, en su mayoría, no cuenta con recursos ni presupuesto; muchas veces subsiste gracias a nuestro propio bolsillo, a nuestro corazón rebelde y violeta, y a la esperanza de un mundo mejor. Pero respiramos hondo y seguimos adelante.
Lidiar con “amistades” y familiares que normalizan la violencia, que incluso hacen chistes misóginos, es agotador. En muchas ocasiones, preferimos ignorarlo de lo cansado que resulta explicarles, una y otra vez, con manzanas.
Pero seguiremos. Donde incomodemos, ¡ahí es! A pesar de todo, como dicen nuestras consignas: “Y tiemblen, y tiemblen los machistas, que América Latina será toda feminista”.