El patriarcado nos ha puesto a competir constantemente, creando una falsa rivalidad entre nosotras por alcanzar ese puesto, ese salario, ese reconocimiento. Desde pequeñas, nos han inculcado la necesidad de obtener el primer lugar en el cuadro de honor, llevar la bandera en la escolta, o ganar la medalla de primer lugar en deportes. Todo esto es resultado de un sistema patriarcal que ha impregnado todos los ámbitos: la educación, el campo laboral, los medios de comunicación, entre otros.
Esta es la estrategia que mejor les ha funcionado para afianzarse y seguir fortaleciéndose. Si comprendiéramos que no somos competencia, que no somos rivales ni enemigas, y cambiáramos el chip, entenderíamos que somos la mayoría. Si lo asumiéramos y actuáramos en consecuencia, no estaríamos hablando más del machismo y el patriarcado, sino de igualdad.
Pregúntense: cuando no tienen a nadie que les apoye con el cuidado de sus hijos o hijas, ¿quién suele hacerlo? La abuela, la cuñada, la tía, la mejor amiga... ¡una mujer! Cuando pasan por una mala racha económica y tienen gastos fuertes que afrontar, ¿a quién recurren para un préstamo? A la mamá, a la mejor amiga, a la hermana, a la prima... ¡una mujer! Porque, en la mayoría de los casos, si se recurre a un hombre, lo malinterpreta y de inmediato espera un cobro de otra forma. Cuando se sienten solas o deprimidas, ¿quiénes son las que las acompañan, se quedan con ustedes, las animan, literalmente las sacan de la cama para llevarlas a caminar? Son las amigas, las hermanas, las vecinas... ¡mujeres!
Rodeémonos de mujeres fuertes, inteligentes, exitosas, empoderadas. No para verlas con envidia, sino para aprovechar y aprender de ellas, para crecer y apoyarnos mutuamente.
El feminismo salva; el machismo mata.