La maternidad deseada te da una fortaleza tremenda de mente y cuerpo; eres capaz de hacer lo que sea por cuidar y proteger a tu hijo. Te otorga reflejos e instintos para reaccionar ante cualquier situación. Pero también hay otra cara, y es que al convertirnos en madres, somos las más débiles, no precisamente en lo físico, sino porque existe siempre el temor, la zozobra, el miedo persistente de faltarles a nuestros hijos. Te aterra solo imaginarlo: perderte su crecimiento, sus logros, sus aventuras, esas sonrisas, esas miradas. El no estar ahí para caminar con él, orientarlo, ser su base, su apoyo, es el monstruo a vencer todos los días.
Sin embargo, ¿cómo es posible que algo tan insignificante como una hoja de papel, en medio de un día soleado, en un paraíso, después de celebrar tu onomástico, pueda cambiar el rumbo de tu vida con un giro inesperado?
Todos los días nos levantamos pensando que es un día más, común y normal. Vivimos planeando cosas a futuro, guardando ese vestido para una ocasión especial, privándonos de un antojo por cuidar la línea, posponiendo la salida en familia o con las amigas, como si diéramos por hecho que el día de mañana llegará. Pero no sabemos si llegará esa fecha que estamos esperando para usar ese vestido. A lo mejor hoy ya es esa fecha especial porque estás viva. ¿Cuántos enfermos quisieran degustar un delicioso postre pero ya no pueden? Por eso, valoremos cada día; cada día es especial.
Amen con fuerza, con intensidad. Tibio ni el café, ni las cervezas, ni el amor. Demuestren sin temor, díganlo sin pena, aprendan a disculparse; las tumbas ya no oyen. No pierdan el tiempo con un "mañana lo hago". Vivan como si fuera el último día: sonrían, bailen, coman, disfruten y agradezcan.