Ordeñando al migrante I: La hipocresía del “humanismo” mexicano

Son casi las 10 de la noche. El autobús se detiene en algún punto de la carretera que conecta a Tuxtla Gutiérrez con San Pedro Tapanatepec. Después de algunos segundos, una agente de migración (Instituto Nacional de Migración [INM]) sube al camión. Es el segundo punto de revisión desde que salimos de San Cristóbal. La agente camina por el pasillo del ADO escrutando cuidadosamente a los pasajeros. Camina a un ritmo pausado, mirando con atención las caras de quienes buscan llegar a Juchitán. Finalmente se detiene en un par de rostros morenos, pero en apariencia no suficientemente mexicanos. Ha encontrado lo que buscaba. Aunque en el camión también viajan dos parejas de turistas europeos, ellos no merecen la atención de la agente.

— Tu identificación —dice la agente con la prepotencia a la que ya está demasiado acostumbrada.
Una mujer con un niño en brazos busca dentro de su mochila unos papeles que apacigüen a la agente. Ella sabe que ahí hay una hoja blanca que acredita su ciudadanía… pero no son los papeles correctos. Sus papeles son venezolanos. Por lo tanto, ella es venezolana. Ni ella ni su bebé tienen los papeles adecuados para evitar el acoso del gobierno mexicano…

La agente ha visto estos casos quizá demasiadas veces. Sabe muy bien que encontró a su presa. Mientras la mujer con el bebé busca dentro de su mochila, la agente permanece de pie con una cierta satisfacción en la cara. Pero, de pronto, la agente del INM voltea a su izquierda. En la fila de asientos de adelante, un individuo inoportuno la enfoca con su celular.

—¿Me está tomando fotos? —pregunta la agente con molestia, pero también con sorpresa.
—No, estoy tomando video —responde la voz inoportuna.
—¿Y a quién le está tomando fotos?
—Al camión.
—¿A mí o al camión?
—A usted y al camión.
—Estoy haciendo una inspección migratoria y no tiene por qué tomarme foto. Ahorita le voy a hablar a la Guardia [Nacional].

La agente hace la finta como si fuera a pedir refuerzos. Pero no lo hace. El individuo del video, con su celular en la mano, se aferra a su conducta impertinente.

—No tiene por qué tomarme foto —insiste la agente, pese a que ya se le avisó que no es una foto, sino un video— Estoy haciendo mi trabajo —agrega, como si esta precisión validara lo que está sucediendo.
—Pues hágalo bien, no a partir de criterios raciales —responde el impertinente.

Acto seguido, la agente acelera su revisión ilegal y urge a la mujer con el niño en brazos a que le muestre su identificación:

—¿Qué documento trae, señora?

La paciencia se agotó.

—Ah, eres de Venezuela —sentencia la agente. La mujer sólo balbuca algo ininteligible. La agente remata:
—Baje, por favor.

Pero el inoportuno insiste:

—¿Estás bajando a la gente que parece extranjera?
—Es extranjera, es de Venezuela la señora —dice la agente con un tono triunfalista.
—¿Y cómo supiste?
—Tengo treinta años de servicio —responde victoriosa y orgullosa la agente del INM.1

Ante el silencio cómplice del resto de los pasajeros, y pese a la inefectiva protesta del individuo impertinente, la mujer venezolana y su bebé son escoltados fuera del camión.

***

La respuesta final de la agente del INM no podría ser más kafkiana. La agente da por sentado que dominar las artes del perfilado racial (racial profiling) es un logro encomiable. Pareciera que haberse formado un ojo racista es una habilidad digna del más sincero reconocimiento. ¿Queda alguna duda sobre cuáles han sido los resultados de los cursos de sensibilización en materia de derechos humanos que el Estado Mexicano ha provisto a sus funcionarios?

***

Son casi las diez de la noche. La mujer venezolana y su bebé son obligados a descender del camión. Se encuentran en un punto de revisión en medio de la nada en un país que no conocen. Si bien les va, los agentes de migración les arrebatarán una parte sustancial del dinero que ellos o sus familias han ahorrado por meses, quizá por años. Si tienen suerte, la mujer y el niño tendrán que esperar en medio de la nada por varias horas a que pase un nuevo camión dispuesto a llevarlos a su nuevo destino. Pero, si la suerte sigue sin hacerse presente, o si no le llega al precio a los agentes del INM, tanto esta inmigrante como su hijo bebé serán mandados a una estación migratoria más al sur. Quizá los manden de regreso al sureste mexicano, a Tapachula, anulando con un manotazo su tortuoso avance anterior.2 ¿Qué elegirán: la deportación o pagar un soborno para recobrar su precaria “libertad” en un paraje desconocido en medio de la oscuridad? ¿Qué eligirá esta mujer: la humillación de ser regresada a su país de origen con las manos vacías o la incertidumbre de permanecer de noche en un páramo desconocido donde nada ni nadie es tu amigo?

***

Tan solo un par de horas después, el camión se detiene en otro punto de revisión del INM. Algunos pasajeros se despiertan cuando el operador enciende las luces. Otros prefieren seguir dormidos. Es casi medianoche. En el punto de revisión anterior, a la diligente y experimentada funcionaria del INM se le pasó identificar a otros dos migrantes venezolanos que viajaban en el autobús: una mujer joven y su hijo de unos seis años. Sólo Dios sabe si esta mujer y su hijo se salvaron gracias a la suerte, debido a los impertinentes señalamientos del pasajero inoportuno, o gracias al cansancio del experimentado ojo discriminador de la agente de migración. Sea como sea, ahí están otra vez, frente a frente, la mujer y su hijo y los agentes del Estado mexicano. El nuevo agente sigue un modus operandi similar al de su veterana compañera. El agente camina lentamente por el pasillo, buscando cualquier signo que delate un déficit de mexicanidad o un exceso de extranjería. Su mirada no tarda en hallar los rasgos fenotípicos sospechosos. Esta vez, la mujer y su hijo no parecen correr con tanta suerte. El agente les exige una identificación.

No obstante, el pasajero impertinente hace una vez más de las suyas. No parece estar contento con su derrota anterior, pero ha afinado su atrevimiento. Saca del bolsillo su celular una vez más, y enfoca al agente del INM. Éste no tarda en darse cuenta:

—No puedes grabarme.
—¿Por qué no? No estás haciendo nada malo, ¿o sí?

El agente se queda callado, pero el impertinente insiste:

—¿Cuáles son los criterios que utilizas para pedirle su identificación?
—No te puedo dar información.

El agente se rehúsa a continuar la conversación, pero el impertinente continua:

—¿Por qué solo a ella le pides identificación? ¿A los güeros por qué no se la pides?

El agente, con el pretexto de revisar la hoja que la mujer le entregó, evita responder a los cuestionamientos del pasajero inoportuno. Se trata de un trozo de papel similar al que la venezolana con el bebé le entregó a la agente veterana en el punto de revisión anterior.

Temiendo que la historia se repita, y mientras el resto de los pasajeros permanece nuevamente en silencio, el impertinente lanza un último golpe:

—Qué mal haces quedar al país. Qué triste que los mexicanos nada más anden hostigando a los sudamericanos… ¿Y por cuánto? ¿Cuánto quieres que te den?

Tras unos cuantos segundos que parecen horas, y tras observar con aparente detenimiento el papel arrugado que le entregó la mujer, el agente devuelve la hoja a su dueña y baja del autobús… con las manos vacías. ¿Será que al final su conciencia moral lo hizo entrar en razón?

Sea como sea, la mujer y su hijo pueden continuar su travesía hasta un nuevo punto de revisión… al igual que los pasajeros europeos, para quienes su piel blanca funciona como un salvoconducto más efectivo que cualquier declaración en materia de derechos humanos.

***

¿Cuál era el objetivo del pasajero inoportuno? ¿Cuáles eran sus intenciones? ¿Se trataba de una nueva iteración del buen samaritano o era quizá uno de esos enfermos que padecen una fijación malsana con contradecir a la autoridad? Bien decía un profeta fallido que “por sus frutos los conoceréis”, pero los frutos de esta reacción irreverente no parecen haber madurado.

Además, dada la magnitud del problema que afecta los derechos humanos de los migrantes que cruzan nuestro país, resulta ocioso preguntarse cuál fue la motivación del pasajero inoportuno. Estas manifestaciones espontáneas de insolencia ni son plenamente efectivas ni resuelven por sí solas un problema de naturaleza estructural. Así como para acabar con la corrupción no basta con elegir como presidente a un individuo que se jacte de su propia integridad moral, para solventar el profundo déficit de derechos humanos que se vive en nuestro país no basta con la espontaneidad del héroe.

1. No en pocas ocasiones se ha denunciado que las autoridades gubernamentales y el personal de las compañías de autobuses están coludidos en la extorsión a las personas migrantes. Son los segundos quienes poseen información sobre el estatus migratorio de los pasajeros y quienes comunican estos datos a policías y agentes migratorios. Por tanto, la agente podría haberse jactado de una habilidad inexistente.
2. No está de más recordar que la vida en las estaciones migratorias es un auténtico martirio y no está exenta de riesgos. Los restos de los migrantes que murieron calcinados en Ciudad Juárez en 2023 dan testimonio de ello.