El presente texto no es un análisis definitivo ni integral de la reforma judicial. Tanto la propuesta lopezobradorista de reforma como los problemas del sistema judicial mexicano son demasiado complejos como para agotar su análisis en estas líneas. Mi objetivo es más modesto: ofrecer una reflexión desde una perspectiva de “izquierda” en torno a las polémicas desencadenadas por la propuesta lopezobradorista de reforma judicial.
Comenzaré por señalar que algunas de las críticas más conocidas en contra de la reforma judicial se caracterizan por su hipocresía. Una primera señal de alarma es que entre los principales críticos de la reforma se encuentra el gobierno de EUA y los grupos empresariales. Y es que no está de más preguntar qué autoridad moral tienen estos críticos para presentarse como los grandes promotores de una auténtica impartición de justicia. Tomemos primero el caso de EUA, donde los jueces federales no le deben su posición a un proceso electoral. En el caso específico de la Corte Suprema de EUA, valdría la pena considerar que esa instancia ha sido recientemente responsable de mermar los derechos reproductivos de las mujeres y de ofrecer un amplio margen de inmunidad al expresidente fascista que hoy busca retomar el poder. Además, las decisiones de dicha instancia han favorecido una y otra vez los intereses de las grandes corporaciones, proporcionándoles el armazón legal idóneo para consolidar su desproporcionada influencia política, y otorgándoles toda una serie de salvaguardas para evitar que rindan cuentas frente a la sociedad. Además, no debemos de olvidar que el desempeño de algunos miembros de la Corte Suprema ha estado consistentemente marcado por sospechas de corrupción. Tal es el caso de Clarence Thomas, el juez ultraconservador que ha servido religiosamente a los intereses de la derecha estadounidense, y que ha sido consentido por sus amigos multimillonarios conservadores. Si un uso tan faccioso de las instituciones judiciales es posible ahí donde la élite política tiene la última palabra sobre cómo se integran las más altas cortes de un país, ¿por qué habríamos de seguir las recetas provistas por esa misma élite facciosa?
Por otro lado, una parte considerable de los críticos de la reforma resaltan que ésta pondrá en riesgo las inversiones. Es curioso que el poder económico y sus representantes denuncien ahora la grave amenaza que se cierne sobre sus inversiones. El disfuncional sistema judicial mexicano no parece haberlos inquietado en el pasado. Por el contrario, las cifras récord en materia de inversión extranjera directa sugieren que ésta ha florecido gracias a esa disfuncionalidad. Y es que ningún observador honesto podría negar que la justicia laboral favorece rutinariamente a las grandes empresas, que la justicia fiscal y administrativa trabaja en favor de los grandes contribuyentes, o que la justicia penal perjudica de forma desproporcionada a los más pobres. Todos estos son viejos y graves problemas que están plenamente documentados y que justifican una reforma judicial exhaustiva. No obstante, pese a que nuestras instituciones judiciales presentan añejos rasgos deshumanizadores, los empresarios y sus voceros parecen haberse interesado hasta ahora en el futuro del sistema judicial mexicano. ¿Por qué habríamos de tomar en serio la opinión de quienes confunden la operación óptima del sistema judicial con la viabilidad de sus inversiones?
Por otro lado, los críticos de la propuesta de reforma señalan que la elección popular de jueces, magistrados y ministros abrirá la puerta a la corrupción y a la intervención de los poderes fácticos. ¿Pero en qué mundo viven? ¿Acaso no se han dado cuenta que tanto la carrera judicial como el actual método para elegir a los ministros han sido completamente inútiles a la hora de prevenir la corrupción? Los furiosos defensores de la independencia judicial parecen no estar enterados de las diferentes formas en que el poder económico y las mafias políticas influyen rutinariamente sobre los impartidores de justicia. Éstas no son anécdotas extravagantes, sino rasgos sistemáticos de nuestro sistema de justicia.
Otra crítica popular es señalar que la propuesta de reforma atenta contra la división de poderes. Esta crítica parece sugerir que entre los poderes de la Unión existen límites infranqueables , y que toda interacción entre los mismos resulta inaceptable. Por tanto, una reforma legislativa, promovida desde el ejecutivo, que modifique la forma en que se eligen a los miembros del poder judicial equivale a una violación inaceptable al principio de división de poderes. No obstante, cualquiera que sepa un poco de teoría constitucional sabrá que la división de poderes nunca es tan tajante como lo sugiere la caricatura que se nos presenta en nuestras clases de civismo. La constitución actual prevé no pocos mecanismos a través de los cuales los distintos poderes de la Unión cooperan periódicamente. Por ejemplo, el hecho de que sea el presidente el encargado de sugerir ternas de ministros de la SCJN a la cámara de senadores es un caso típico de interacción entre los tres poderes. Aún más, el correcto funcionamiento del Estado implica la cooperación permanente entre los distintos poderes de la Unión. Por tanto, quienes afirman que la propuesta de reforma atenta contra la división de poderes o formulan maliciosamente críticas a sabiendas de su superficialidad, o ignoran los elementos más básicos de teoría constitucional.
Otro argumento que delata los prejuicios de quienes desde la derecha rabian en contra de la reforma judicial es el desprecio oligárquico de todo lo que huela a pueblo. Según esta línea de argumentación, la reforma judicial es un despropósito porque entrega a un grupo de electores ignorantes la elección de funcionarios altamente especializados. Este argumento presupone que las élites toman mejores decisiones que el ciudadano común y corriente. Pero esta línea argumentativa no sólo es insultante, sino también equivocada. Basta con mencionar que las siempre sapientes élites acordaron elegir a Eduardo Medina Mora, a pesar de su muy cuestionable trayectoria, como ministro de la SCJN en 2015. Este ejemplo es suficiente para mostrar que las élites también actúan de forma facciosa y que también son susceptibles de equivocarse. Los críticos del populismo judicial deberían de explicarnos satisfactoriamente por qué el elitismo judicial es una alternativa virtuosa. A menos que encontremos a un grupo de seres omnisapientes exentos providencialmente del error, el rechazo categórico a permitir que el ciudadano común y corriente participe en la integración de los órganos judiciales no es más que un temor patológico de raíces oligárquicas.
Además, en lo que respecta a la elección de ministros, éstos siempre han sido elegidos a partir de criterios políticos. Es ridículo afirmar que la propuesta de reforma política inaugura la captura política de los órganos judiciales. ¿O a poco el presidente y los senadores son máquinas objetivas que toman decisiones desinteresadas? En ese sentido, la propuesta de reforma no politizaría algo que ya está politizado, sino que trasladaría esta decisión política de un cuerpo electoral constituido por poco más de un centenar de personas (los senadores y el presidente), a un cuerpo electoral constituido por millones de ciudadanos comunes y corrientes. Este traslado podría ser una ventaja si consideramos que eleva los costos potenciales para quienes deseen utilizar sus recursos económicos para conformar una corte afín a sus intereses: corromper a varios millones de personas es más costoso que corromper a una centena.
Lo hasta aquí expuesto no pretende afirmar que la reforma judicial del lopezobradorismo es un acierto ni que deba ser aprobada en sus términos actuales. Se trata, en cambio, de señalar que las críticas más comunes a dicha reforma son en extremo miopes, carecen de autoridad moral y están marcadas por fobias oligárquicas.
Ahora bien, es posible y hasta necesario hacer una crítica de la reforma judicial desde una posición de izquierda. Y es que el lopezobradorismo utiliza de forma tramposa el tema de la elección popular. La 4T busca encubrir su actuar faccioso tras una apariencia democrática. Someter el nombramiento de jueces, magistrados y ministros a elección popular no es una medida democrática ni hará a los impartidores de justicia menos dependientes de la élite gobernante y los poderes fácticos.1 Mucho menos cuando las candidaturas a los cargos judiciales siguen estando supeditadas a la discrecionalidad de los tres poderes.
Para salir victorioso de un proceso electoral en el cual participan cientos de miles de electores es necesario invertir cantidades ingentes de recursos. Quienes puedan proveer a estos potenciales candidatos los recursos necesarios para presentar una candidatura competitiva , ya sean partidos políticos, élites económicas o grupos criminales, tendrán una influencia desproporcionada sobre los futuros jueces, magistrados y ministros.2 Morena y sus aliados cuentan con que los recursos, legales e ilegales, de los que hoy disponen les permitirán moldear un cuerpo de impartidores de justicia afín a sus intereses. O, cuando menos, estos recursos les permitirán deshacerse de gran parte de los jueces, magistrados y ministros que hoy son abiertamente hostiles a su agenda política. Por lo tanto, el nuevo mecanismo de selección no significará la democratización del sistema de justicia, sino su partidización por otros medios. La reforma judicial lopezobradorista no busca empoderar a la ciudadanía, sino implementar un nuevo arreglo institucional que ponga el funcionamiento del poder judicial en manos de las minorías organizadas afines a su agenda. Arrebatar el control del poder judicial a unas minorías organizadas para entregárselo a otras no equivale a democratizar el acceso a la justicia.
Si el lopezobradorismo tuviera un interés auténtico por limitar la influencia que los poderes fácticos ejercen sobre jueces, magistrados y ministros, tomaría con seriedad el sorteo. Y no me refiero al papel que López Obrador quiere otorgarle a este mecanismo: reducir el número de candidatos en aquellos distritos donde el número de aspirantes resulte demasiado muy grande.
El sorteo podría ser un paso certero hacia el fortalecimiento de la independencia judicial. Si los ministros no le deben su cargo ni al apoyo ni al financiamiento de los políticos profesionales y otras mafias; si los futuros ministros no le deben su posición a los arreglos entre las minorías organizadas que controlan los hilos del poder estatal, tal y como ocurre hoy; si los futuros ministros le deben su posición únicamente a la suerte, entonces esos futuros funcionarios no se sentirán obligados a pagar los favores que los han llevado hasta la cima del sistema judicial. Un razonamiento similar aplica a la hora de remover a estos funcionarios en caso de un desempeño cuestionable: si los ministros le deben su cargo al azar y no a su linaje o a sus dotes sobrenaturales, ¿por qué no removerlos cuando una porción considerable de la ciudadanía sostenga que su desempeño perjudica la auténtica impartición de justicia?
Por supuesto, el sorteo por sí sólo no produce milagros. Si lo que se quiere es generar un sistema de incentivos para fortalecer la independencia judicial; si lo que se busca es evitar que la impartición de justicia esté subordinada a los poderes fácticos, entonces se necesita complementar la selección por sorteo con una serie de causales legales y mecanismos democráticos para remover a aquellos jueces que incurran en prácticas indebidas. Además, la carrera judicial no tendría por qué desaparecer, sino que deberíamos asegurarnos que ésta verdaderamente impida el amiguismo y conduzca a la profesionalización de los impartidores de justicia.
Asimismo, si aspiramos a construir una carrera judicial que no reproduzca los privilegios y las desigualdades que caracterizan a nuestra sociedad; si aspiramos a que los impartidores de justicia dejen de figurar como una casta de burócratas prepotentes ajenos al resto de la sociedad, es forzoso atemperar los criterios meritocráticos con mecanismos efectivos de acción afirmativa.
Además, y quizá más importante, si lo que se busca es construir un sistema judicial verdaderamente democrático, es ineludible ponerle un alto a la tiranía de los especialistas. Esta tiranía es particularmente perniciosa en el sistema judicial y puede verse reflejada en el estatus desproporcionadamente alto que gozan los profesionales del derecho. Además de estar arraigada en la dimensión simbólica, esta tiranía se reproduce gracias a la innecesaria complejidad del entramado jurídico que caracteriza a nuestras sociedades. Una reforma judicial en clave democrática debe desarticular esa complejidad, y debe proveer al ciudadano común y corriente las herramientas necesarias para no verse forzado a confiar ciegamente en los profesionales del derecho.
Me permito concluir este texto insistiendo en que los argumentos aquí expuestos no abarcan toda la propuesta de reforma judicial, ni siquiera sus puntos más sobresalientes.3 Sin embargo, ya es hora de que la izquierda deje de marchar a la zaga del lopezobradorismo e intervenga con su propia voz en las discusiones que marcarán el futuro del país. Ojalá este texto contribuya a caminar en esa dirección.
1. A estas alturas de la historia, deberíamos de tener muy claro que las elecciones no son un mecanismo democrático, sino aristocrático.
2. En su defecto, aquellas personas que puedan costearse su propia campaña contarán con una ventaja considerable respecto a sus competidores menos privilegiados.
3. Uno de los temas que no abordé pero que urge analizar desde una perspectiva de izquierda es la ampliación del catálogo de delitos de prisión preventiva oficiosa. Esta nueva ampliación es sintomática del desinterés del lopezobradorismo por los derechos humanos.