Mustafa Hassona
Hoy se cumple un año desde que Israel inició una nueva fase en su intento por eliminar al pueblo palestino. Para aproximarnos al impacto de este nuevo ciclo genocida, conviene comenzar reproduciendo algunas cifras que reflejan los sórdidos efectos de los ataques indiscriminados perpetrados por el régimen sionista. Tras un año casi ininterrumpido de ataques, más de 41 mil palestinos han perdido la vida en Gaza (i.e., casi 1 de cada 50 gazatíes); en Cisjordania, los colonos y el ejército israelí han asesinado a más de 700 personas. Hasta hace un par de días, se tenía registrado que al menos 128 de las personas asesinadas en Gaza eran periodistas. De forma similar, más de mil trabajadores del sector salud han muerto debido a los ataque israelíes. El número de heridos también es brutal: tan sólo en Gaza se han registrado casi 100 mil heridos, muchos de los cuales han sufrido amputaciones que cambiarán permanentemente sus vidas. El número de desaparecidos es igualmente ensombrecedor: más de 10 mil personas han sido reportadas con este estatus en la Franja de Gaza. Por si esto no fuera suficiente, la población gazatí se ha enfrentado a una de las peores hambrunas provocadas directamente por el ser humano: la ONU estima que el 96% de los gazatíes se encuentran al borde de la hambruna. Aún peor, 1.9 millones de personas han sido desplazadas al menos una vez. Los daños materiales también son sumamente elevados: más de la mitad de los hogares gazatíes han sido completamente destruidos o seriamente dañados; el 68% del terreno destinado a la agricultura ha sido devastado; el 87% de los edificios educativos ha sido destruido. Tan sólo 17 de los 36 hospitales de la Franja de Gaza operan parcialmente.
Entre otras cosas, estos datos permiten corroborar que los ataque israelíes no se han enfocado en objetivos militares. La población y la infraestructura civil ha sido permanentemente atacada por el ejército de ocupación. Y aunque el régimen sionista insista en señalar que sus ataques apuntan a blancos militares, la devastación de pueblos enteros como Khirbet Khuzaa muestran que el ejército de ocupación ataca a la población civil y sus propiedades a manera de represalia. Como han mostrado numerosos expertos, estas acciones constituyen violaciones flagrantes a diferentes tratados internacionales (v.gr., las Convenciones de Ginebra, el Estatuto de Roma, la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio).
Pero no deberíamos de reducir la barbarie desencadenada por el régimen sionista a una cuestión meramente cuantitativa ni a un problema legal. Son aquellas implicaciones que van más allá de las cifras y de lo judicial lo que quizá resulta más alarmante. A continuación esbozaré cuatro problemas que se manifiestan en la guerra contra el pueblo palestino. Estos cuatro problemas son consustanciales al proyecto sionista, pero no le resultan exclusivos. Si no encontramos la forma de resolverlos, no habrá forma de evitar nuevos ciclos de muerte.
Que el proyecto colonial sionista ha despojado a los palestinos de su humanidad, es algo que podemos corroborar observando cómo las vidas palestinas se han convertido en simples cifras para los cálculos de los políticos profesionales. Netanyahu, como lo ha hecho desde siempre, ha utilizado cualquier indicio de resistencia palestina para consolidar su apoyo electoral. Uno de los efectos secundarios de los ataques de la resistencia palestina y de Hezbolá ha sido ofrecer a Netanyahu y a sus aliados ultraderechistas un pretexto para aferrarse al poder. La coalición gobernante ha sido consciente de que una parte considerable del electorado israelí está en desacuerdo con la forma en que el actual gobierno ha conducido la guerra. Además, el Primer Ministro israelí arrastra desde hace varios años serias acusaciones de corrupción. Ante estos riesgos, Netanyahu ha declarado en varias ocasiones que no llamará a elecciones anticipadas debido a que ello pondría en riesgo la victoria de Israel. Sus llamados a la unidad nacional equivalen a demandar que las voces críticas que amenazan su liderazgo, por tímidas que éstas sean, se abstengan de expresarse. Por tanto, exagerar las proporciones de la supuesta amenaza y prolongar la guerra contra el pueblo palestino se han convertido en parte de su estrategia para conservar el poder.
De forma similar, cada vez son más fuertes las sospechas de que Netanyahu boicotea las conversaciones de paz porque busca beneficiar la campaña electoral de Donald Trump. Si el gobierno de Netanyahu se ha negado a firmar la paz con los grupos milicianos palestinos, ello se debe en gran medida a una estrategia deliberada implementada por el Primer Ministro israelí para beneficiar al candidato republicano. Netanyahu y Trump, al igual que Harris y Biden, saben muy bien que un Medio Oriente hundido en la guerra contribuye a debilitar la campaña de los candidatos demócratas. Mientras en Palestina, Líbano, Siria, Yemen, Irak e Irán seres humanos de carne y hueso sufren segundo a segundo la muy real amenaza de ser aniquilados en cualquier momento por la maquinaria de guerra israelí, los políticos profesionales en Israel y EUA calculan desde la comodidad de sus oficinas el momento idóneo de frenar la masacre con tal de maximizar su apoyo electoral. En otras palabras, las vidas de millones de seres humanos han sido subordinadas a burdos cálculos electorales. Una vez que la carrera política de Trump, Harris, Netanyahu y sus aliados se ha convertido en un fin en sí mismo, la vida de millones de palestinos es tan sólo una de las muchas variables que influyen sobre el éxito electoral. La dignidad humana no tiene cabida en un mundo donde los seres humanos son instrumentos al servicio de los políticos profesionales.
Algo similar ocurre con las armas occidentales enviadas a Israel. Estos envíos no son producto de la caridad ni de un esfuerzo altruista por servir a la humanidad. Cuando el Bundestag alemán o el Congreso estadounidense aprueban paquetes millonarios de ayuda a Israel, lo hacen por la íntima relación que existe entre los políticos profesionales y el complejo militar-industrial en estos países. Desde las refacciones de los caza F-15 EX fabricadas por Boing o las bombas antibúnker GBU-28 producidas por Raytheon, hasta los motores alemanes para los Eitan (vehículos de combate blindados) o los Merkava-4 (tanques de batalla principal), lo que los políticos profesionales tienen en cuenta son los contratos multimillonarios que firmarán a nombre del Estado con las empresas privadas asociadas al sector militar. Es el apoyo económico de estas empresas lo que les permitirá sostener sus aspiraciones electorales. Simultáneamente, es el apoyo de estos políticos profesionales lo que le permitirá a estas empresas renovar y multiplicar sus contratos con el Estado.
Para dimensionar este negocio, considérese que, según datos del Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI), el material bélico estadounidense exportado a Israel sumaba más de 3 billones de dólares al año antes del pasado 7 de octubre. Si el apoyo de EUA y Alemania a un Estado genocida como Israel no cesa, ello se debe en gran medida a que en los cálculos de estos países pesan más las ganancias económicas derivadas de la venta de armas que las vidas de decenas de miles de seres humanos. Si ni las protestas ni las sentencias o las investigaciones de la Corte Penal Internacional y la Corte Internacional de Justicia han bastado para detener la complicidad entre Occidente e Israel, ello se debe a que en las cabezas de un Joe Biden o de un Olaf Scholz la dignidad humana está subordinada a los réditos de la industria armamentista. Tras el apoyo a Israel y su “derecho a defenderse” se esconde el frío y calculador afán de lucrar con la muerte. La cosificación de los seres humanos, auspiciada por el auge incontrolable de las sociedades de mercado, ha encontrado en la guerra contra el pueblo palestino su confirmación más reciente y siniestra. No habrá paz ni dignidad humana en tanto que la guerra siga siendo un negocio.
A estas alturas, debería de quedarnos muy claro que la guerra en contra del pueblo palestino no se trata de un ejercicio del derecho a defenderse. Mucho menos se trata de perseguir fines estrictamente militares. La destrucción indiscriminada y total de la infraestructura civil de los palestinos es sólo una prueba de ello. De lo que se trata es de acabar con los palestinos. Expulsarlos o aniquilarlos: para el proyecto colonial sionista, da igual. Y este afán por limpiar étnicamente el territorio palestino no comenzó el 7 de octubre, sino muchos años antes. Cómo lo han señalado historiadores israelíes como Ilan Pappé, la idea de Israel sobre la cual se funda el actual Estado sionista está inextricablemente unida a toda una serie de imágenes racistas sobre el palestino y la población árabe (incluidos los mizrajíes o judíos árabes). Así como en la prensa europea de los siglos XIX y XX eran comunes los estereotipos racistas en contra de los judíos, entre los productos culturales israelíes han sido demasiado comunes las imágenes que regatean su humanidad a la población indígena palestina. Esa idea de Israel que hoy es difundida inescrupulosamente por los sionistas y neosionistas en los medios de comunicación, en los discursos políticos, en los sermones religiosos, en la academia, en los libros de texto escolares, etc. es indisociable del desprecio hacia el otro-palestino. Esa idea ve tanto en 1947 como en el presente una victoria de la civilización y no las manifestaciones más atroces de un proyecto colonial profundamente racista. El perpetuar el racismo crónico israelí, y el amputar la voz palestina de la configuración de la memoria colectiva, nos colocarán cada vez más lejos de una paz que merezca ese nombre.
Es obvio que estos cuatro problemas no tienen una solución pronto ni sencilla. Pero sería un error asumir que su complejidad nos exime de resolverlos. Además, es una grave equivocación pensar que estos cuatro problemas le conciernen exclusivamente a quienes habitan en Medio Oriente. Ni la corrupción de la memoria histórica operada por los proyectos coloniales, ni el lado más sombrío de la modernidad capitalista, ni los excesos de la lógica electoral, ni los perniciosos efectos de un complejo militar-industrial hipertrofiado son ajenos al Sur Global latinoamericano. A menos que estemos dispuestos a hundirnos en la barbarie, estamos obligados a buscar una solución a estos problemas.