Moisés de las Heras
Desde hace 23 años, la Organización de las Naciones Unidas (ONU) conmemora el día internacional del refugiado, con el objetivo de honrar y enaltecer la resiliencia que tienen las personas al reconstruir sus vidas a pesar de que han sido forzadas a abandonar su lugar de origen para escapar de conflictos o persecuciones.
Las cifras oficiales nos dicen que, de enero a mayo de 2024, se han detectado 1,393,683 personas que transitan México de manera irregular. De enero a abril, según los datos de la Unidad de Política Migratoria de la Secretaría de Gobernación, se les otorgó a 5,549 personas provenientes principalmente de Honduras, Cuba y El Salvador la residencia permanente por condición de refugiado. Sin embargo, muchas de las personas que salen de estos países, por las desigualdades estructurales, la violencia y el cambio climático (entre otras razones), puede que no sean reconocidas bajo el estatus de refugiado en nuestro país.
El objetivo que enuncia la ONU sobre el prosperar de una persona se limita al reconocimiento del refugio. Aquellos que no lo posean no podrán ser resilientes ni honrar sus procesos de vida. Además, no serán beneficiados por los programas de la Agencia de la ONU para los Refugiados mientras no cumplan con los criterios establecidos. Asimismo, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR) tampoco podrá intervenir en su ayuda.
La gran complejidad y dificultad del tema migratorio, las políticas excluyentes y la discriminación constante son grandes obstáculos para las personas que se encuentran en la búsqueda de vidas dignas y del reconocimiento de sus derechos. Las personas migrantes irregulares se sumergen, por un lado, en trámites burocráticos para tener los documentos básicos para transitar de manera legal (y un poco más segura) el territorio mexicano y, por otro, ser resolutivos para saciar necesidades básicas que, sin la colaboración de la sociedad civil organizada y de las personas que se conjuntan para solidarizarse con la causa, sería francamente imposible.
Un ejemplo de ayuda mutua nació en la Ciudad de México en la década de los ochenta, gracias a la colaboración de varios compañeros en situación de movilidad, tanto mexicanos como de otros países, principalmente centroamericanos. Entre ellos estaban Julio y Paty, artesanos que, a través de la semilla de un árbol que se encontraba en toda Latinoamérica, conocido en El Salvador como “Copinol” (Hymenaea courbaril), mostraron la importancia de crear y fomentar comunidad. Al igual que el Copinol, que proporcionaba sombra para los cafetales y alimento para los monos y pericos, sus semillas sirvieron como medio de expresión artística para quienes transitaban esos espacios, integrando cada elemento para generar un ecosistema.
El arte pictórico que realizan Julio y Paty se basa en el estilo que Fernando Llort desarrolló en El Salvador con el objetivo de expresar la vida diaria, simple y espontánea de la comunidad de La Palma, Chalatenango. Llort, un reconocido muralista influenciado por el Arte Naif de Francia y por las ideas de los años sesenta del movimiento hippie, tuvo la necesidad de seguir generando otras posibilidades artísiticas que reflejara la diversidad de la vida en comunidad.
Julio nos contó la historia vernácula de este "arte de la Palma". Fernando caminó por las calles de dicha provincia y tomó los elementos iniciales para la creación, tales como el sol, los árboles, las flores, las manos de quienes trabajaban la tierra, por mencionar algunos. También nos mostró las herramientas, cuando "observó a un bichito (niño) jugar con una semilla, él la raspó y la raspó sobre el pavimento, quedando de color claro sin necesidad de una lija, creando un lienzo para plasmar la vida".
Este pintor compartió y trasladó sus saberes con la comunidad, principalmente con los más jóvenes. Consiguió impulsar junto con los pobladores una cooperativa a la que nombraron "La Semilla de Dios" para darle sostenibilidad a los talleres artesanales, favoreciendo un cambio social en la comunidad.
Julio, al migrar a México, llegó con este conocimiento, este saber que daba sentido a continuar la vida, el arte, y trajo a este país un poco de su tierra. Se complementó con Paty, que tenía un talento nato para las artes plásticas, conformando la mancuerna perfecta. Ambos encontraron en el arte de la Palma una opción para resistir y subsistir, como dice Julio "teníamos la mala costumbre de tener hambre".
Así fue como, en la cadena de producción, los compañeros repartieron sus labores. Muy similar al ecosistema que genera el Copinol, cada uno tuvo una función. Julio se dedicó a cortar la madera y las semillas; Paty, con pinceles, pinturas, estilógrafos, tintas, una gran creatividad e imaginación, comenzó a realizar la composición de la vida simple y cotidiana en estos pedazos de madera y pequeñas semillas. Al terminar de pintar, Julio colocaba la cobertura para que la pieza se conservara en buen estado. Durante los ratos de espera del secado de pinturas y solventes, ambos artesanos generaron los vínculos para garantizar la venta, agendando fechas en ferias, conversatorios y eventos. Finalmente, el producto estuvo listo, piezas únicas, como todo lo hecho a mano.
Julio y Paty continuaron con la ardua labor de compartir y crear otros mundos posibles a través del arte, así como una actividad económica que les permitiera generar ingresos. Adicionalmente, brindaron herramientas invaluables como el cuidado, la camaradería y las redes de apoyo que hicieron más ligeras las travesías migratorias.