9 abril 2025

Studio Ghibli en defensa del mundo posible

Studio Ghibli no nació para salvar el cine, pero lo ha hecho muchas veces. Desde su fundación en 1985 por Hayao Miyazaki, Isao Takahata y Toshio Suzuki, este estudio japonés ha construido un universo que no parece competir con nadie, pero termina mostrando las deficiencias de todos. Lo que han hecho es animar historias que no se basan en fórmulas, que no muestran princesas, héroes o villanos; historias que no terminan con una lección moral, sino con una pregunta.

Miyazaki es el más conocido: el director de “Mi vecino Totoro”, “La princesa Mononoke”, “El viaje de Chihiro” o “El castillo ambulante”. Es el que se volvió leyenda. Takahata, menos popular pero igual de esencial, fue el responsable de “La tumba de las luciérnagas” o “Pompoko”, obras cargadas de sensibilidad política. Y Suzuki, el productor, ha sido el puente entre el caos creativo y la realidad de hacer películas. Sin él, muchas de las ideas de Miyazaki y Takahata se habrían quedado en papeles sueltos. Juntos construyeron algo que nunca fue una industria, sino un taller con vocación artesanal y pensamiento crítico.

Ghibli trabaja a contracorriente. Hacen sus películas con una lógica opuesta a la de los grandes estudios. Nada de historias preaprobadas por algoritmos, nada de pensar en franquicias. Nada de secuelas forzadas. Nada de lucrar con la melancolía. No hay guiones cerrados antes de empezar a dibujar: la película se construye mientras se anima. Las ideas se ajustan en tiempo real. Se permite el error, el cambio de rumbo, la pausa. Y eso se nota. Cada una de sus películas respira como algo vivo. No hay saturación, no hay exceso de estímulos. Hay tiempo. Hay espacios vacíos. Hay viento, silencio, comida servida con paciencia.

Esa manera de trabajar ya es una crítica. A la velocidad del mercado, Ghibli responde con lentitud. A la productividad, le opone el cuidado. No se trata sólo de estilo: es una declaración de principios. Lo han dicho varias veces: el capitalismo destruye lo que toca. La naturaleza, el trabajo, la infancia. Y las películas de Ghibli son una forma de resistencia. Nos muestran, una y otra vez, las consecuencias de vivir bajo una lógica que todo lo convierte en mercancía. Las consecuencias de no hacer nada frente a una estructura monstruosa que se devora a sí misma.

En sus películas, los adultos casi siempre están rotos. El sistema los ha vencido o los ha vuelto cínicos. Los niños y niñas, en cambio, todavía pueden ver, todavía pueden sentir. Chihiro atraviesa un mundo que intenta devorarla, pero no lo hace con fuerza ni con odio: lo hace con trabajo, con paciencia, con afecto. Satsuki y Mei en Totoro enfrentan la enfermedad de su madre sin una épica, sin milagros. Mononoke no propone un bando correcto, sino una lucha sin respuestas fáciles. Y en “La tumba de las luciérnagas”, el resultado del militarismo, del nacionalismo y de la indiferencia social es simplemente la muerte de dos hermanos. No hay redención. No hay fantasía. Hay imaginación.

Miyazaki desconfía del poder, venga de donde venga. Critica tanto la guerra como la burocracia. No cree en el progreso como destino. Takahata pensaba igual: su cine no buscaba agitar masas, sino conmover desde la experiencia íntima, desde lo que se pierde sin que nadie lo note. Para ellos, la política está en los gestos pequeños. En cómo se recoge el agua. En cómo se corta un nabo. En cómo se despide una hermana.

Ghibli ha defendido una manera de producir sin someterse a las lógicas del éxito rápido o del consumo en masa. Frente a Disney, Ghibli parece otro planeta. Mientras la empresa estadounidense pule una fórmula cada vez más predecible —humor, trauma superado, lección de vida—, Ghibli apuesta por la complejidad. Disney vende analgésicos de corta duración; Ghibli muestra la herida y la incertidumbre de su curación. En Disney todo se explica; en Ghibli hay cosas que simplemente suceden. Y eso incomoda. Porque no está pensado para el espectador que quiere consumir sin pensar, sino para quien está dispuesto a mirar y convivir con lo que no entiende.

En el fondo, el cine de Ghibli plantea una pregunta que el capitalismo no puede responder: ¿qué vale la pena cuidar? Esa pregunta recorre todo su trabajo. Desde la defensa de los bosques hasta la tristeza por la guerra. Desde el respeto por los oficios hasta el miedo por el futuro. No hay una solución, pero sí un impulso: resistir sin perder la ternura, imaginar sin pedir permiso.

El legado de Ghibli no es una franquicia, ni un parque temático, ni una cadena de productos licenciados. Es una forma de narrar el mundo donde la belleza no está separada del conflicto. Donde lo político no grita, pero tampoco se esconde. Donde lo que se anima no es sólo un dibujo, sino la impresión que nos revela la posibilidad de otras maneras de ver y vivir.