Hay un asunto en la tierra más importante que Dios. Y es que nadie escupa sangre pa que otro viva mejor. ¿Que Dios vela por los pobres? Talvez sí, y talvez no. Pero es seguro que almuerza en la mesa del patrón. Atahualpa Yupanqui
Cada tanto, nos preguntamos por qué la sociedad está organizada de esta y no de otra manera. También nos preguntamos por qué hay quienes trabajan para sobrevivir y hay quienes viven en la opulencia explotando a los otros. Y cada tanto, también, recordamos que detrás de cada derecho laboral conquistado —el salario mínimo, las jornadas de 8 horas, las pensiones— hubo una historia de lucha. El Primero de Mayo es ese recordatorio: el trabajo está en pugna.
Todo comenzó en 1886, cuando trabajadores en Chicago salieron a exigir un límite de ocho horas a la jornada laboral. Protestaron, fueron reprimidos, algunos terminaron ahorcados. No fue un regalo, fue una conquista. Y aún hoy, más de un siglo después, en gran parte del mundo seguimos peleando por el mismo principio: menos horas de trabajo, más vida digna.
México no es la excepción. Aunque en el pasado sexenio hubo avances significativos —como el aumento histórico al salario mínimo, que duplicó su valor real desde 2018, o las reformas al Infonavit para construir vivienda para las y los trabajadores— la estructura de precarización no ha sido desmantelada. El intento de garantizar derechos a las trabajadoras del hogar, impulsado tras el fallo de la Suprema Corte en 2018, fracasó en los hechos: apenas un mínimo de trabajadoras fueron registradas formalmente en el IMSS. Sin inspecciones, sin sanciones, sin voluntad política, la exclusión sigue.
La llamada “Ley Silla”, que obliga a permitir pausas y descanso en los centros de trabajo y la posibilidad de sentarse (para los patrones algo impensable), también quedó atrapada en el vacío. Nadie la supervisa. Nadie la garantiza. Tener una silla para descansar sigue siendo una fantasía.
La reforma de las 40 horas semanales —una demanda histórica y vigente en países como Chile, donde ya fue aprobada—, permanece congelada en el Congreso mexicano. El sector empresarial presiona; el gobierno busca no molestar. El gobierno de las reformas turbo en este caso quiere mucho diálogo, quiere tiempo para que los patrones den permiso. La fuerza del segundo piso de la 4T, que se niega a confrontar la insaciable necesidad de dinero de los patrones, tiene límite: avanza sólo hasta donde los empresarios permiten.
Ni siquiera los sectores organizados, como el magisterio de la CNTE, han visto resueltas sus demandas esenciales. A pesar de los discursos de cercanía, los problemas de salarios justos, basificaciones, jubilaciones y derechos sindicales reales siguen pendientes. El modelo laboral mexicano continúa dominado por la desigualdad, la precarización y la tercerización encubierta.
A nivel global, la situación tampoco es mejor. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) advirtió en 2023 que las nuevas formas de empleo —trabajo en plataformas digitales, contratos por proyecto, empleo a demanda— han multiplicado la inestabilidad. En América Latina, fenómenos como el crecimiento de la informalidad (que supera el 50% en países como Bolivia, Guatemala y Honduras) y la ausencia de protección social revelan que la vieja lucha obrera no pertenece al pasado, es del presente.
Algunos ejemplos recientes lo demuestran. En Chile, la aprobación de la jornada de 40 horas se logró tras años de movilización social. En Argentina, los trabajadores de aplicaciones como Rappi y PedidosYa protagonizaron huelgas para exigir reconocimiento laboral. En Colombia, las recientes reformas laborales buscan dar voz a sindicatos independientes y enfrentar la tercerización masiva. Cada avance ha costado organización, huelgas, marchas, presión social. Nada se ha concedido por gracia.
Karl Marx advirtió en el siglo XIX que el sistema capitalista vive de apropiarse del valor creado por el trabajo humano. Que el obrero produce valor, pero se le paga sólo lo necesario para sobrevivir, mientras el capitalista acumula la diferencia —el plusvalor— como ganancia. Esa estructura sigue intacta en el siglo XXI, aunque ahora esté cubierta de aplicaciones, algoritmos e innovación.
¿Quiénes son las y los trabajadores hoy? No sólo la obrera de fábrica, sino también la repartidora en bicicleta, el programador freelance, la enfermera que dobla turnos, la empleada de tienda a la que no le permiten sentarse, el joven que entrega comida a domicilio sin contrato ni seguridad social, el maestro que vive con salarios de miseria. Somos la mayoría. Y creamos el mundo.
Hoy más que nunca, cuando la tecnología avanza a velocidad vertiginosa, hay que preguntarse:
¿el futuro del trabajo será liberador o será aún más opresivo?
¿La automatización reducirá las horas laborales o servirá para despedir trabajadores y aumentar los beneficios privados?
¿Las plataformas digitales democratizarán el empleo o consolidarán la precariedad?
La respuesta no está escrita. Depende de nuestro acontecer. Depende de que no aceptemos que los "consensos" sean excusa para mantener privilegios intactos.
Depende de exigir (¿será mejor conformar?) gobiernos que legislen a favor del trabajo y que garanticen que la ley se aplique a los patrones, no que administren el consentimiento de los poderosos.
Depende de reconstruir organizaciones colectivas, sindicatos vivos, alianzas regionales que luchen por trabajo digno y la vida digna en América Latina.
El Primero de Mayo no es una fecha para conmemorar logros pasados.
Es una fecha para construir el futuro que nos falta: menos horas, más derechos, más vida.
Porque si no peleamos, la explotación será perpetua.