Hace muchos años, en una reunión de trabajo, escuché a una mujer decir que envejecer era un reto solo para valientes. En ese momento no pude entender realmente el significado de aquella frase. Yo era muy joven, y la vejez era un tema lejano que no me preocupaba en absoluto. Tenía muchas cosas que hacer, metas que cumplir, toda una vida por delante.
Sin embargo, esa maravillosa juventud que estaba disfrutando también estaba llena de temores e inseguridades, principalmente en lo concerniente a mi cuerpo. Nunca terminé de gustarme ni de aceptarme. Me pregunto por qué siempre estamos queriendo vernos como otras personas. ¿Qué extraña maldición nos persigue y nos obliga a querer vernos diferentes para sentirnos bellas?
Recuerdo que, en aquella época, ricé y teñí de caoba claro mi larga cabellera lacia y oscura, depilé mis abundantes cejas, hice mil cosas para bajar de peso y soñaba con parecerme a las artistas de moda. Nada fue suficiente. Nunca pude ver en el espejo la imagen que buscaba. Ahora creo que ni siquiera sabía qué buscaba.
Con el inexorable paso del tiempo, las prioridades, los deseos y las necesidades cambian. Poco a poco fui construyendo una vida que sentí más cómoda. Tomé decisiones, algunas dolorosas, pero necesarias. Empecé a cuidar mi alimentación y mi cuerpo, ahora más por temas de salud que de belleza. Como parte de mi rutina de ejercicio —considerando que ya tenía más de cincuenta años y me empezó a doler la rodilla— retomé la natación, una actividad física que me encanta, pero que me puso en una encrucijada: desde hace algún tiempo, el tinte de mi cabello ya no tenía que ver con estar a la moda, sino con ocultar las canas. Y el cloro de la alberca empezó a hacer lo suyo con mi cabellera.
A esta edad, asociaba como parte fundamental de la belleza una cabellera frondosa, brillante y oscura. Por otra parte, los comentarios de las personas fueron muy duros. Me fue quedando claro que nuestra sociedad relaciona las canas con la vejez y el descuido.
Todas las mañanas, al verme en el espejo, tenía frente a mí una imagen que no me gustaba. Creo que hasta me dolía. Otra vez el tema escabroso del espejo seguía ahí, pero ahora era mucho más complejo. Ya no se trataba solo de verme bien; ahora el reto era no verme vieja. Tenía que pintarme el cabello cada vez con más frecuencia, y este asunto se convirtió en un conflicto no solo interno, sino también familiar, ya que mi esposo sufría los embates de mi mal humor cada vez que las canas asomaban en mi cabeza. Un día, con la lógica apabullante que siempre lo ha caracterizado, simple y sencillamente me dijo: —¿Por qué no dejas de pintarte el cabello? A mí me gustan tus canas.
Entonces dio inicio la época de la rebelión. Esta Norma de ahora empezó a preguntarse: ¿verme bien?, ¿verme vieja? ¿Según quién o para quién? Empecé a reflexionar sobre el daño que causan los estereotipos cuando una persona tiene problemas con su autoestima. Alguien decide qué color está de moda, cuál es el estilo de corte que se debe usar, si se deben usar tacones altos o bajos, si las canas te hacen ver vieja, etc. Si te dejas llevar por todo eso, nunca terminas. Y ¿sabes qué? Nunca estarás satisfecha.
Paulatinamente me ha quedado muy claro por qué envejecer es un reto solo para valientes. He dejado que las canas salgan libres y brillantes en mi cabeza; he empezado a aceptar los cambios que el tiempo provoca en mi cuerpo y, cada día, agradezco y aplaudo el valiente resplandor del plateado en mi cabello, que anuncia con voz fuerte y retadora —a todas las personas que quieran escucharlo— que al fin estoy amando a la mujer que soy.