La rueda del tiempo, escrita por Robert Jordan —seudónimo de James Oliver Rigney Jr.—, es una de las grandes obras del género de alta fantasía. A lo largo de 14 volúmenes principales y una precuela (Nueva Primavera), la saga construye un universo denso, con mitologías propias, estructuras políticas, órdenes mágicas y una narrativa marcada por la reencarnación, el destino y la lucha entre la luz y la sombra.
Jordan comenzó la serie en 1990 con El Ojo del Mundo, y trabajó en ella hasta su muerte en 2007. Dejó notas detalladas para concluir su obra, que fueron retomadas por Brandon Sanderson, autor de El Archivo de las Tormentas. Sanderson escribió los tres últimos libros: Torre al Mediodía (2009), Torbellino (2010) y Un Recuerdo de Luz (2013), que dieron cierre a una historia que se publicó durante más de dos décadas.
En 2021, Amazon Prime Video lanzó una adaptación televisiva protagonizada por Rosamund Pike en el papel de Moiraine Damodred. La serie ha tomado libertades significativas respecto al material original, generando tanto entusiasmo como críticas. La primera temporada se estrenó en 2021, seguida por la segunda en 2023 y la tercera en 2025. Esta semana se estrena el capítulo final de la tercera temporada, y aunque aún no hay confirmación oficial de una cuarta, los rumores sobre posibles spin-offs mantienen vivas las especulaciones.
La rueda del tiempo se basa en un ciclo eterno: el tiempo es una rueda que se teje constantemente, repitiendo eras en las que los mismos espíritus regresan en nuevos cuerpos. El protagonista, Rand al’Thor, es la reencarnación del Dragón, figura mesiánica destinada a enfrentarse al Oscuro para salvar —o condenar— al mundo. La narrativa entrelaza temas como el libre albedrío, la memoria colectiva, la corrupción del poder y la tensión entre orden y caos.
Lo que mantiene vigente a esta saga es, además de la profundidad de su construcción simbólica, la forma en que habla del presente a través de lo fantástico. La rueda del tiempo sugiere que todo está escrito, pero también que cada acción, cada elección y cada resistencia tienen consecuencias. En tiempos inciertos, esa visión —una mezcla de destino y agencia— sigue siendo poderosa.
El universo de La rueda del tiempo se construye sobre una paradoja fundamental: mientras el tiempo gira en ciclos predeterminados y las profecías parecen dictar el futuro, los personajes insisten en actuar, en rebelarse, en creer que sus decisiones importan. Esta tensión entre destino y agencia es un campo político donde se juega la posibilidad misma de la emancipación. Para entender cómo funciona esta dinámica, la filosofía de Jacques Rancière ofrece herramientas reveladoras. Su concepción de la política como el conflicto entre el orden establecido y aquellos que reclaman su parte en el mundo ilumina las luchas de los Aiel y de Rand al’Thor, mostrándonos que incluso en un universo gobernado por el determinismo, la acción colectiva puede reescribir las reglas del juego.
Rancière distingue entre "policía" y "política". La policía no se refiere solo a las fuerzas del orden, sino a toda configuración social que asigna lugares, roles y jerarquías, determinando quién tiene voz y quién no. La política, en cambio, surge cuando aquellos excluidos del sistema interrumpen ese orden, cuando reclaman su derecho a ser escuchados y a participar en la construcción de lo común. En La rueda del tiempo, la Torre Blanca encarna perfectamente esta lógica policial: las Aes Sedai, con sus intrincadas reglas y su sistema de Ajahs, definen quiénes pueden canalizar el Poder Único y bajo qué condiciones, excluyendo a los hombres y manteniendo un control férreo sobre el conocimiento. Pero es precisamente contra este orden que surgen las figuras disruptivas: los Aiel, primero, y Rand al’Thor después.
Los Aiel son el ejemplo más claro de lo que Rancière llamaría un "pueblo político". Originarios de una sociedad pacifista que se transformó en guerrera para sobrevivir, los Aiel no ocupan el lugar que las naciones “húmedas” les asignarían como bárbaros del desierto. Al contrario, su código del Ji’e’toh —que regula cada aspecto de su vida, desde la guerra hasta la reparación de ofensas— les permite construir una comunidad cohesionada y autónoma, que no espera permiso para actuar. Cuando Rand llega a ellos como el Car’a’carn, no lo hace como un líder impuesto desde fuera, sino como alguien que encarna una profecía que ellos ya habían integrado a su visión del mundo. Los Aiel no son sujetos pasivos de la historia; son agentes que reclaman su lugar en ella, desafiando las jerarquías establecidas por las naciones que los subestiman. En términos de Rancière, los Aiel "toman parte" en un juego que supuestamente no era el suyo, demostrando que el orden policial nunca es tan estable como parece.
Rand al’Thor, por otro lado, encarna la contradicción de quien debe asumir un rol predestinado sin convertirse en un mero instrumento del destino. Su historia es, en esencia, una lucha por definir qué significa ser el Dragón Renacido en un mundo donde todos —desde las Aes Sedai hasta los Seanchan— tienen una idea preconcebida de lo que es y de lo que debe hacer. Aquí, Rancière diría que Rand no es simplemente un héroe que cumple una profecía, sino un sujeto político que interrumpe el orden existente. Cuando purga saidin de la corrupción del Oscuro, no lo hace como un gobernante que impone su voluntad desde arriba, sino como alguien que devuelve a otros la capacidad de actuar. Su gesto es profundamente emancipador: al liberar el Poder Único masculino, está deshaciendo una de las jerarquías más arraigadas de su mundo, aquella que condenaba a los hombres a la locura o al ostracismo.
Sin embargo, Rand también enfrenta el peligro de convertirse en parte del orden policial que busca transformar. En su obsesión por vencer al Oscuro, llega a momentos de autoritarismo, como cuando decide que solo él puede tomar las decisiones necesarias, incluso a costa de la vida de inocentes. Es aquí donde la tensión entre emancipación y dominación se hace más visible. Rancière nos recuerda que la política no es el ejercicio del poder, sino la disputa sobre quién tiene derecho a participar en su construcción. Rand, al final, entiende esto: rechaza el control absoluto y confía en que los pueblos encuentren su propio camino. Su mayor acto de emancipación no es vencer al Oscuro, sino renunciar al poder que podría haberlo convertido en otro tirano.
En La rueda del tiempo se puede leer la moraleja de que ningún orden es inmutable, por más que se presente como natural o inevitable. Esta historia muestra que siempre hay espacio para la acción colectiva. Por otro lado, que la verdadera política no consiste en reemplazar un sistema de dominación por otro, sino en crear las condiciones para que todos puedan "tomar parte" en la construcción del mundo. En este sentido, la saga de Robert Jordan es profundamente rancieriana: nos recuerda que incluso en un universo gobernado por ciclos predeterminados, la posibilidad de la emancipación nunca desaparece. La Rueda sigue girando, pero son nuestras acciones las que deciden a qué velocidad y a qué ritmo lo hace.
Al final, lo que queda no es la certeza del destino, sino la promesa de que, mientras haya quienes se atrevan a desafiar el estado de las cosas, el futuro nunca estará completamente escrito. La desobediencia es un acto de resistencia y un recordatorio de que otro mundo es posible. Eso, en un universo donde la Rueda siempre gira, es una figuración poética.