Los Premios Óscar han sido, históricamente, un escaparate de la industria hollywoodense que no solo celebra el cine, sino que también impone narrativas, refuerza discursos y, de manera calculada, excluye propuestas que desafían el statu quo. La ceremonia de 2025 no fue la excepción: mientras No Other Land se alzó como un documental que invita a la crítica política al abordar la ocupación de Cisjordania, Emilia Pérez demostró que el cine premiado no siempre es sinónimo de calidad, sino que puede ser también un desfile de superficialidad y racismo.
El cine bélico estadounidense ha funcionado como un brazo propagandístico de la política exterior de Estados Unidos, legitimando sus guerras bajo la máscara de historias de heroísmo y sacrificio. Películas como Zona de miedo (2008) –que sigue a un soldado estadounidense en Irak desactivando bombas– y Dunkerque (2017) –una epopeya grandilocuente sobre la Segunda Guerra Mundial– encajan a la perfección en un discurso que exalta la intervención militar, la resiliencia del soldado estadounidense o aliado y la necesidad de la guerra como un mal necesario.
El problema no es que estas películas no tengan méritos técnicos; el problema es su agenda. Zona de miedo oculta las razones de la guerra de Irak y evita cualquier cuestionamiento real sobre el conflicto, prefiriendo centrarse en un soldado individual y su "adicción" a la guerra, como si la cuestión fuera psicológica y no geopolítica. Lo mismo ocurre con Dunkerque, que eleva la épica británica mientras ignora el contexto colonial del Reino Unido en la guerra. Hollywood ha perfeccionado esta fórmula: entretener mientras inocula un mensaje que justifica el poderío militar de Occidente.
Si No Other Land representa un cine que invita a la crítica política, Emilia Pérez es su opuesto: una burla al buen gusto, un ejemplo grotesco de cómo el cine puede banalizar lo político. Esta película, en lugar de ser una exploración honesta de la identidad y el crimen, cae en lo ridículo, exotizando la violencia y usando la transición de género como un giro argumental morboso.
Emilia Pérez no es cine transgresor, es la apropiación de narrativas reales para el entretenimiento más kitsch y racista posible. Es una versión rebajada y digerible de problemáticas sociales complejas, diseñada para ser aplaudida por quienes viven y consumen arte desde torres de marfil.
Mientras Hollywood se enfoca en premiar películas que refuerzan su visión del mundo, directores como Andrew Niccol siguen sin recibir el reconocimiento que merecen. Niccol ha construido una filmografía que disecciona de manera feroz las estructuras de poder y sus implicaciones en la vida cotidiana.
En El señor de la guerra (2005) expone el tráfico de armas como un negocio global en el que los gobiernos juegan un papel central. No hay héroes ni redenciones, solo una maquinaria inhumana que persiste sin importar quién intente detenerla. En In Time (2011) construyó una metáfora brutal del capitalismo, donde el tiempo es la única moneda y los pobres mueren literalmente cuando se les acaba. La película es una reinterpretación de la teoría del valor de Marx, mostrando cómo el tiempo de vida se convierte en mercancía dentro de un sistema que beneficia a unos cuantos: los explotadores.
Sus producciones más recientes siguen explorando temas distópicos, pero son invisibilizadas por la industria precisamente porque no encajan en su discurso hegemónico.
Además, la exclusión no es solo para los directores: Justin Timberlake, tras protagonizar In Time, fue segregado de la industria cinematográfica. El actor, que había construido una carrera ascendente en el cine, desapareció de los proyectos relevantes después de participar en esta crítica abierta al sistema. Hollywood sabe castigar a quienes incomodan.
La entrega de premios es, en gran medida, un ejercicio de relaciones públicas. No es un secreto que los estudios gastan millones en campañas para que sus películas sean consideradas, lo que distorsiona completamente la idea de que los premios se basan en mérito artístico. Para sostener su legitimidad, la Academia incluye algunas películas valiosas, pero la mayoría de los galardones responden a intereses comerciales y políticos.
Los Óscar 2025 reafirmaron lo que ya sabíamos: Hollywood prefiere premiar películas que se ajusten a su discurso, ignorando las que lo desafían. Mientras tanto, el cine verdaderamente transgresor sigue existiendo, lejos de los reflectores, esperando ser descubierto por quienes buscan algo más que propaganda disfrazada de entretenimiento.