22 enero 2025

Llegó Trump… otra vez

No hay evento que genere más análisis vacíos, opiniones infladas, titulares alarmistas y predicciones equivocadas que la sucesión presidencial en los Estados Unidos. Es una tradición en la que periodistas, analistas y “expertos” se lanzan con entusiasmo a alarmar sobre “cosas que vienen” que nunca llegan y describen un panorama que casi siempre entienden mal.

Tomemos como ejemplo la llegada de Barack Obama a la presidencia. En aquel entonces, los medios lo perfilaban como el redentor del siglo XXI. Su rostro decoraba portadas en revistas como Time y hasta ganó un Nobel de la Paz antes de haber hecho cualquier cosa. El consenso mediático fue difundir que Estados Unidos había optado por un camino más humano y progresista. Sin embargo, la realidad fue menos poética: su administración incrementó las deportaciones, endureció las políticas antimigrantes y dio nuevo impulso a la agenda militarista del país. Un desenlace predecible para cualquiera que conozca un poquito de la historia política y los fundamentos de la democracia estadounidense.

Este patrón de desinformación y análisis basura se repite con una puntualidad casi cómica. En 2016, cuando Donald Trump se enfrentó a Hillary Clinton, una gran parte de los opinólogos –periodistas, grandes politólogos, internacionalistas y todo tipo de “expertos”– se negó a considerar siquiera la posibilidad de una victoria de Trump. Lo veían como algo imposible y mencionaban la solidez del sistema, los contrapesos y un sinfín de barbaridades que se vendían como pan caliente. Allan Lichtman y Slavoj Žižek, entre otros pocos, lograron advertir que el descontento del electorado con los perfiles tradicionales allanaba el camino para algo distinto, algo disruptivo. Pero esas voces fueron la excepción. La mayoría prefirió perpetuar la ilusión de una victoria de Clinton, una fantasía que se desmoronó brutalmente con el resultado electoral.

Sin embargo, el caso más ilustrativo de la desinformación como política activa fue la invasión de EE.UU. a Irak en 2003. Los grandes medios, encabezados por el New York Times, insistieron en que Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva. Se repitió hasta el cansancio que la invasión era necesaria para garantizar la seguridad mundial, un acto de justicia, casi altruista. La narrativa oficial no mencionaba los intereses petroleros ni el caos que la guerra generaría en la región. Fue una campaña perfectamente diseñada para manipular la opinión pública, legitimando una intervención que poco tenía que ver con la seguridad y mucho con los intereses económicos y geopolíticos.

Ahora, con el regreso de Trump a la contienda presidencial, asistimos nuevamente a una avalancha de predicciones y análisis que oscilan entre el pánico y el sensacionalismo. Pero lo cierto es que las políticas migratorias de Estados Unidos hacia México han sido, históricamente, indiferentes a los intereses sociales y totalmente subordinadas a los de su gobierno. Trump, durante su primera presidencia, no hizo más que seguir esta tradición, aunque lo adornara con su retórica incendiaria. Su gestión migratoria fue tan “típica” como lo permite el sistema político estadounidense.

Lo que sí resulta nuevo, y detestable –por no decir asqueroso– en este ciclo electoral es la actuación pública de Elon Musk, quien, con una ligereza alarmante, hizo honores al nazismo. Esto no es más que un síntoma del deterioro del discurso político y de una democracia que se tambalea bajo el peso de su propia hipocresía. Si miramos la historia, no podemos evitar preguntarnos si este tipo de fenómenos no anuncian algo más profundo: así como el fascismo fue el preludio del ocaso de la hegemonía europea, ¿estamos viendo los primeros indicios de una crisis similar en Estados Unidos?

Y no podemos olvidar los episodios históricos que muestran cómo la desinformación ha sido una herramienta constante en la política estadounidense. Los intentos de la CIA por asesinar a Fidel Castro, por ejemplo, fueron justificados bajo pretextos tan absurdos como “proteger la democracia”. Desde trajes de buceo envenenados hasta puros explosivos, la creatividad del espionaje estadounidense no conocía límites. Todo esto, por supuesto, se encubrió con narrativas oficiales que hablaban de justicia y libertad, mientras que los verdaderos motivos permanecían bien guardados.

El panorama actual no es diferente. Las estrategias de desinformación y las opiniones simplonas siguen siendo las herramientas predilectas para ocultar intereses económicos y geopolíticos. Mientras los expertos, sin vergüenza alguna, siguen elaborando ficciones baratas, la realidad sigue su curso: las elecciones estadounidenses no transforman sus políticas fundamentales; simplemente se ajustan.

Quizás la lección más importante sea esta: en el gran espectáculo de la política estadounidense, la verdad rara vez importa. Entender el sistema político y mediático que domina a los EE.UU. implica reconocer que los intereses de la oligarquía nunca se muestran transparentemente, siempre están bien ocultos y siempre se les escurren a los opinólogos de aquí y de allá.