25 marzo 2025

Las Organizaciones de la Sociedad Civil ¿pueblo organizado?

Las Organizaciones de la Sociedad Civil (OSC) suelen ocupar un espacio curioso en la narrativa política. Para algunos, representan la voz ciudadana organizada, la materialización de un interés colectivo que busca incidir en lo público. Para otros, son intermediarias sospechosas, organismos ajenos que, lejos de encarnar al "pueblo", responden a agendas particulares, a menudo extranjeras. Esta ambigüedad quedó patente con la decisión de Donald Trump de recortar los fondos de USAID, un gesto que va más allá de una simple cuestión presupuestaria.

En las democracias liberales, las OSC fueron concebidas como contrapesos, espacios donde la ciudadanía organizada podía suplir las limitaciones del Estado y asegurar que el poder no quedara sin escrutinio. Esta visión, sin embargo, parte de una premisa liberal clásica: la desconfianza hacia el Estado como ente omnipotente y la convicción de que la sociedad civil debe protegerse de sus excesos.

Por otro lado, las experiencias populistas y autoritarias suelen promover una visión distinta. En estos modelos, el pueblo no se fragmenta en asociaciones intermedias, sino que se presenta como una unidad monolítica, una voluntad colectiva encarnada en el liderazgo carismático. Aquí, las OSC no son vistas como expresiones legítimas de la sociedad, sino como obstáculos a la implementación de la voluntad popular. De ahí que Trump, con su retórica de “America First” y su rechazo a las estructuras multilaterales, encontrara en el financiamiento de OSC una amenaza a su visión de un poder nacional incontestado.

Pero esta narrativa esconde algo más. Al descalificar y dejar sin recursos a las OSC, Trump no solo ataca a las organizaciones, sino que desafía la propia noción de sociedad civil como espacio legítimo de interlocución política. Su discurso, cargado de acusaciones sobre supuestas injerencias extranjeras y conspiraciones globalistas, desdibuja las fronteras entre la crítica legítima y la desinformación. En este contexto, la sociedad civil deja de ser una aliada incómoda del Estado para convertirse en un enemigo interno, un eco de las viejas teorías conspirativas sobre redes de influencia ocultas.

Este viraje no fue fortuito. Al eliminar los contrapesos que las OSC representan, se allanó el camino para la consolidación de un poder político menos cuestionado. En América Latina, este fenómeno también ha tenido resonancia. Gobiernos de distintas orientaciones ideológicas han utilizado discursos similares para deslegitimar a las OSC, acusándolas de responder a intereses foráneos y restándoles cualquier atisbo de representatividad popular.

La paradoja es evidente. Mientras las OSC son descalificadas por no representar “al pueblo”, el propio concepto de pueblo es moldeado y monopolizado por los gobiernos para justificar sus decisiones. En este juego de narrativas, lo que está en disputa no es solo el financiamiento, sino el derecho a definir quién habla en nombre de la sociedad.

Quizá la pregunta más incómoda sea si la visión liberal clásica de las OSC sigue siendo suficiente. ¿Pueden estas organizaciones sostener su papel de contrapeso en un contexto donde el discurso populista cuestiona sus fundamentos y posee resonancia entre la sociedad? Tal vez sea necesario reimaginar la sociedad civil no solo como una suma de organizaciones financiadas y estructuradas, sino como una red más amplia de participación y resistencia. Una que no dependa exclusivamente de fondos externos, pero tampoco se someta a la lógica de la representación única y excluyente.

En última instancia, el reto es recuperar la pluralidad. Porque si algo demuestra la crisis actual es que ni el Estado ni las OSC tienen el monopolio de la legitimidad. El verdadero desafío político radica en reconocer que la voz del pueblo no puede ser apropiada ni por el gobierno ni por las organizaciones intermedias. Solo a partir de ese reconocimiento será posible reconstruir una relación más equitativa y honesta entre el Estado y la sociedad civil organizada.