Carta abierta
Querida lectora:
Si crees que has derrotado al narcisista al dejar de vivir con él —como fue mi caso— te digo que eso es solo el comienzo de una guerra. Sí, una guerra. Pero, a diferencia de otras, esta tiene una luz al final del túnel. Lo más difícil, que era vivir bajo el mismo techo, parece haber terminado. Sin embargo, en el camino comprendí que la verdadera lucha también era conmigo misma.
Tuve que prepararme aún más, porque junto al narcisismo había un apego incontrolable que me ataba, y aunque sabía que existía, no era fácil dejarlo ir. Estaba ahí, de día, de noche, en cualquier momento. Yo era consciente, pero el proceso de soltar lo que me hacía daño —físico, mental y emocional— era incluso más duro que convivir. En mi mente resonaban frases como: “Pero mi hija necesita a su padre”, “¿Cómo le voy a quitar el privilegio de crecer con una familia?”.
Tranquila… No eres la única que ha regresado más de una vez bajo ese argumento. Cada “reconciliación” alimentaba el ego del narcisista y me hacía más pequeña. Llegó un punto en el que pasaban días, semanas, incluso meses, sin que pudiera mirarme al espejo. Como ese, hay muchos ejemplos. Para un narcisista, siempre eres tú la culpable, y terminas pidiendo disculpas por cosas que no hiciste. ¿Te imaginas si toda esa inteligencia para manipular se usara para innovar? ¡Ya estaríamos volando!
Y sí, esto duró años. Años en los que aprendí que se puede salir, aunque al principio no parezca. La gran pregunta es: ¿cómo? Cada una vive su proceso de forma distinta, pero hay una constante: el cansancio. Ver que mi hija era más feliz cuando él no estaba que cuando llegaba fue lo que me dio fuerza. El miedo que yo creía que ella tenía, en realidad era mío. Mi terapeuta me ayudó a comprender eso. Se necesita valor para mirarse a una misma con honestidad.
Si en algún momento sientes que no puedes sola y surge la necesidad de acudir a terapia, ni lo dudes. No hay acto de amor propio más grande que pedir ayuda profesional. No te sueltes de ti, no sueltes tus herramientas. Yo llegué a perder hasta mis amigas, porque él me aisló de todo y de todos… incluso de Dios. Me enojé con Dios durante mucho tiempo. Me preguntaba: “Si me ama tanto, ¿por qué permitió esto en mi vida?”. Y hoy entiendo que no era el “¿por qué?”, sino el “¿para qué?”.
No estás sola, aunque se sienta así. No eres una mala mujer. No eres insignificante. Vas a lograrlo. Tengas uno, dos, veinte hijos o ninguno: ámate. Ármate de valor. Si yo pude, cualquiera puede. No importa cuántas veces lo intentes y recaigas. Inténtalo una y otra vez. Pon límites, aunque te señalen por ello. Busca tu paz. Tu paz, no la del narcisista. Porque él siempre exige paz… y silencio. Pero paradójicamente es quien más caos genera.
A mí me pidió silencio, que no hiciera drama, que no lo evidenciara. Porque ante la sociedad él siempre fue, es y será la víctima. Aunque yo sé —y tú también lo sabes— que de víctima no tiene ni una greña. Hoy escribo esto con naturalidad, pero sigo en proceso. Sigo poniendo límites. Hay días con arcoíris en la cabeza y otros con tormentas.
Estoy enfocada en mis metas, en superarme, en recuperar mi estabilidad mental. Esa estabilidad emocional no es negociable. He aprendido a escuchar más y hablar menos. Esa es una poderosa arma para salir del fango llamado narcisismo. Me he alejado de personas que creí que me amaban. Hoy me doy cuenta de que ya no me gusta lo que antes aceptaba. Me despido de lo que fui y empiezo de nuevo.
Es de valientes sentarse sola y sanar. Hay días en los que digo: “ya pasó”, y otros en los que pienso: “¿otra vez?”. Pero si yo puedo, tú puedes. Todas podemos. Agárrate de lo que más ames, incluso si eso también te duele.
Hoy hay artículos, páginas, grupos de apoyo que nos sostienen. No estamos a la deriva. En mi caso, descubrí que no soy la única. Somos millones, aunque muchas aún no sepan qué hacer ni cómo salir. Te lo digo con el corazón en la mano: se puede. Se logra. Se vuelve a disfrutar el olor de la mañana y una taza de café en silencio. Se logra estar sola… y disfrutarlo.
Tú puedes. Y siempre podrás.
Con cariño y esperanza,
Mariela