La democracia en los EUA contemporáneos

Hace un par de días, una decisión de la Corte Suprema de EUA precisó que el presidente estadounidense goza de un amplio margen de inmunidad. De acuerdo con la mayoría conservadora de esta instancia, el presidente estadounidense y sus funcionarios no pueden ser juzgados por los delitos graves que cometan como parte de sus “actos oficiales”. Tal decisión no sólo amenaza con descarrilar los múltiples procesos judiciales que se realizan en contra de Donald Trump, sino que sienta un siniestro precedente: las leyes que aplican para la gran mayoría de los estadounidenses no aplican para el presidente y sus subordinados. Una decisión similar sería una puñalada mortal para cualquier democracia que se precie de serlo, pues atenta directamente contra un principio estrechamente asociado al credo democrático: en un estado democrático de derecho, no debe haber nadie por encima de la ley. Los juristas estadounidenses conservadores han buscado desesperadamente diferentes subterfugios legaloides para cuadrar esta decisión con la supuesta condición democrática de EUA; pero lo cierto es que pocas veces ha quedado tan claro que en EUA la democracia no es más que una visión espectral.

Sin embargo, es excesivamente fácil apresurarse a señalar a Trump y a los jueces conservadores por él nominados como el origen del mal antidemocrático que aqueja a la sociedad norteamericana. De forma similar, mucho se ha dicho sobre cómo en décadas recientes se ha hecho manifiesto el deseo de los republicanos por convertir a los EUA en una teocracia. Y aunque ciertamente el partido republicano ha abrazado abiertamente posiciones fundamentalistas, es una observación bastante miope el aseverar que las tendencias teocráticas en los EUA son algo nuevo. Un error aún más frecuente sería el suponer que los republicanos y las fuerzas conservadoras son los responsables de introducir en territorio estadounidense los valores antidemocráticos. Cualquier observador honesto debería de admitir que las tendencias antidemocráticas en los EUA son concomitantes a la existencia de este país. Este artículo tiene como objetivo mostrar qué tan hondo hunden sus raíces las fuerzas autoritarias en este país.

Es cierto que los conservadores han utilizado en las últimas décadas a la Corte Suprema estadounidense como uno de los principales instrumentos para impulsar su proyecto político y económico. En 2010, en el caso Citizens United v. Federal Election Commission, la Corte Suprema estadounidense sostuvo que las corporaciones pueden ampararse en la Primera Enmienda (libertad de expresión) para evadir las limitaciones a las donaciones que pueden realizar a una campaña electoral. Con ello, el poder económico encontró el subterfugio legal idóneo para reforzar su influencia sobre los políticos profesionales y los partidos políticos estadounidenses. Si el éxito del candidato promedio depende en gran medida de la cantidad de recursos que éste y su partido sean capaces de recaudar, serán los principales donatarios quienes de forma legal puedan tener una mayor incidencia sobre las agendas y las acciones de los políticos profesionales. Con esta decisión de la Corte Suprema, el poder económico confirmó que legalmente no todos los ciudadanos estadounidenses tienen las mismas oportunidades de incidir en la toma de decisiones.

Pero la Corte Suprema que los conservadores han formado a su imagen y semejanza no es el único lugar donde la hidra antidemocrática ha encontrado condiciones idóneas para multiplicarse. Recientemente, el caso de Julian Assange mostró que quienes manejan los hilos de la seguridad nacional estadounidense no están dispuestos a hacer concesión alguna a los derechos humanos más básicos. Aquí por seguridad nacional debemos entender los intereses del complejo industrial-militar estadounidense. El caso de Assange mostró que atentar contra los intereses de este sector cardinal para la economía y la política estadounidense es razón suficiente para ser perseguido hasta los rincones más insospechados del “mundo libre”. Assange está hoy libre, pero no sin antes haber pasado varios años recluido, y no sin antes haberse declarado culpable de difundir secretos militares estadounidenses. Ello equivale a mandarle un mensaje inequívoco a los periodistas de todo el mundo: su libertad de prensa está subordinada a los intereses del complejo industrial-militar estadounidense.

No obstante, la criminalización de la actividad periodística de Assange no es el único caso que muestra que la persecución de los disidentes políticos ha sido un leitmotiv del actuar del gobierno estadounidense. El acoso y la criminalización de cientos de personas simpatizantes de ideas izquierdistas durante el macartismo es ciertamente el caso más conocido, pero no el único. El miedo hacia cualquier cosa que desprendiera un tufo comunista se orquestó en el Senado de los EUA, pero alcanzó rincones insospechados de la sociedad estadounidense. Es sabido que durante las décadas de los 40 y los 50 ni la industria cultural ni las universidades pudieron mantenerse inmunes a la delirante persecución anticomunista. Pero el hostigamiento de los disidentes políticos no llegó a su fin con la década de los 50. Tampoco se contentó con perseguir y ejecutar a individuos relacionados con el bloque socialista. A los golpes de Estado y la represión promovidos a todo lo largo y ancho del planeta durante la Guerra Fría, debemos de sumar la reacción que el gobierno estadounidense desplegó ante la disidencia interna. A través de programas ilegales de contrainteligencia como COINTELPRO, el gobierno estadounidense infiltró y destruyó decenas de organizaciones políticas, muchas de las cuales ejercieron formas de resistencia estrictamente pacíficas y legales. Basta sólo mencionar el caso de Mumia Abu-Jamal y Angela Davis para confirmar la saña con que el gobierno estadounidense ha perseguido a cualquiera que rehúse aceptar los estrechos límites ideológicos impuestos por la élite del poder estadounidense. Al igual que Mumia, cientos de miembros y simpatizantes de las Panteras Negras fueron criminalizados y encarcelados por los distintos niveles de gobierno en los EUA. A Fred Hampton, uno de los líderes más visibles de las Panteras Negras, el FBI de J. Edgar Hoover y la policía de Chicago lo masacraron mientras estaba dormido debido a su destacado trabajo comunitario y por ser uno de los más visibles opositores al racismo sistémico estadounidense y su matriz capitalista. Estos ejemplos no conforman una lista exhaustiva de todas las personas que han sido perseguidas por el gobierno estadounidense por no comulgar con su ideología supremacista y capitalista, pero permiten confirmar que en los EUA contemporáneos no cualquier individuo está autorizado a participar políticamente.

Sería todavía bastante ingenuo pensar que las tendencias antidemocráticas se desarrollaron únicamente en las cabezas de Hoover, de McCarthy o de unos cuantos jueces fundamentalistas. El desprecio por la democracia en los EUA no es ni siquiera exclusivo de su élite del poder. Es ciertamente ésta la principal cultivadora y beneficiaria de las políticas y los valores autoritarios. Pero las tendencias antidemocráticas son más profundas. El hecho de que uno de los candidatos más populares en las presentes elecciones sea la misma persona que amenaza con convertirse en dictador “por un día” muestra que una parte considerable de la sociedad estadounidense no atesora ni valores ni actitudes democráticos. Que el estadounidense promedio esté dispuesto a enajenar su autonomía a cambio de la protección de un “hombre fuerte”; el hecho de que una proporción alarmante de la sociedad (al menos de la sociedad estadounidense blanca y protestante) exhiba un miedo patológico frente a la otredad y dé la bienvenida de forma tan despreocupada a narrativas racistas; la presencia de toda una sintomatología asociada a lo que Th. Adorno y sus colaboradores conceptualizaron como personalidad autoritaria; todas ellas son señales de que las tendencias antidemocráticas en los EUA no son ni casos aislados ni condiciones inéditas.

Por lo hasta aquí expuesto, la decisión de la Corte Suprema sobre los vastos alcances de la inmunidad presidencial debe entenderse como la iteración más reciente de un fenómeno que ha acompañado a los EUA desde sus inicios. Los casos aquí expuestos son simples ejemplos de las pautas autoritarias presentes una y otra vez a lo largo de la historia estadounidense. Pero si el déficit en materia de igualdad política y derechos políticos (ni qué decir sobre la precariedad de los derechos socioeconómicos) es validado y reproducido por las instituciones estadounidenses; si su élite del poder promueve e implementa políticas y proyectos descaradamente autoritarios; si una parte sustancial de su sociedad despliega con grotesca despreocupación su personalidad autoritaria; si ni sus instituciones ni sus élites ni el estadounidense promedio están comprometidos con la democracia, ¿por qué insistimos en llamarle democrático a un país donde la democracia simplemente no aparece? ¿Por qué insistimos en calificar como democrática una realidad donde la igualdad política y los derechos más básicos son sistemáticamente negados y repudiados?

En la próxima entrega trataré de ofrecer mayores elementos para afinar nuestra valoración sobre la condición (anti)democrática de los EUA.