La humanidad es un proyecto civilizatorio compuesto de contradicciones. Durante el siglo XX, el desarrollo tecnológico alcanzó niveles impensables: pisamos la Luna, desciframos el código genético, clonamos seres vivos y creamos una red global de información en la que todo el conocimiento humano está al alcance de un clic. Las grandes revoluciones del siglo parecían acercarnos a una nueva vida más digna. Pero, todo ese avance tecnológico implicó una traición a los horizontes utópicos del siglo XIX, aquellos que imaginaban un futuro de justicia, igualdad y bienestar compartido. En vez de erradicar el hambre, se perfeccionó la industria armamentista; en vez de garantizar la dignidad, se globalizó la explotación; en vez de construir sociedades libres, se sofisticaron las cárceles. Avanzamos con una velocidad deslumbrante en la capacidad de transformar las capacidades de las máquinas, pero la vida digna parece estar más lejos que nunca.
El imperio de lo jurídico y el papel nos dotan de un sinfín de derechos. La Declaración Universal de los Derechos Humanos garantiza la vida, la libertad y la felicidad. Se proclaman tratados internacionales para erradicar la pobreza, el racismo, la discriminación de género. Las Constituciones de la gran mayoría de países consagran los derechos fundamentales como valores supremos. Sin embargo, este brillante andamiaje de principios choca contra la realidad cotidiana de millones de personas para quienes la vida sigue siendo una lucha por la supervivencia.
El Día Internacional de la Felicidad, proclamado con entusiasmo por la ONU, es una de esas ironías de nuestra época. Es cierto que la felicidad es un ideal noble, un recordatorio de que el bienestar colectivo debería ser el objetivo de vivir en sociedad. Pero, ¿qué significa hablar de felicidad en un mundo donde el genocidio es un espectáculo diario, donde las democracias se colapsan bajo el peso de su propia ineficacia, donde la pobreza no es una falla del sistema sino una condición estructural? Celebrar la felicidad mientras millones de personas no tienen acceso a agua potable o a alimento es un síntoma más de la barbarie en la que vivimos.
La paradoja en la que nos encontramos no puede ser más cruel: hemos avanzado como nunca en el reconocimiento teórico de los derechos humanos, pero seguimos sin garantizar los más esenciales. Nos hemos convencido de que la felicidad es un derecho universal, pero no nos hemos esforzado lo suficiente por eliminar las condiciones que la hacen imposible para tantos. Se nos reivindica el bienestar, la felicidad y la fraternidad, mientras nuestras sociedades son incapaces o incompetentes para detener las peores atrocidades. El horror es la norma.
El Día Internacional de la Felicidad debería ser un recordatorio de la deuda que tenemos con aquellos que nunca la han experimentado. Porque la felicidad, entendida de manera ética y política, no es un estado individual de bienestar ni un placer efímero. No es un logro personal que se alcanza con esfuerzo y disciplina. La felicidad es una tarea colectiva, un proyecto de justicia. No basta con disfrutarla en lo privado; hay que trabajar para que otros la alcancen. La felicidad solo es en colectivo y para ello debemos tener claros los horizontes: redistribuir la riqueza, poner freno a los poderes que lucran con el sufrimiento, derribar los muros de la exclusión, eliminar la explotación. Horizontes que el siglo XX empeñó en pos del espectacular poder de las máquinas.
Quizá el problema de fondo es que, a diferencia de lo que soñaban los utopistas del siglo XIX, hoy nos enfrentamos a una falta de voluntad colectiva. Ya no es que no sepamos cómo erradicar el hambre, cómo garantizar el acceso a la salud, cómo evitar las guerras. La tecnología y el conocimiento para hacerlo existen. Lo que falta es lo de siempre: arrebatar a quienes ganan con todo ello el poder de seguir haciéndolo. La capacidad de acción existe, pero sujeta a intereses que prefieren perpetuar el statu quo. Y así seguimos, en una inercia suicida donde el sufrimiento ajeno se asume como un daño colateral inevitable.
Hablar de felicidad en este contexto no puede ser un acto ingenuo ni superficial. No puede reducirse a consejos motivacionales o a la promoción de hábitos individuales. La felicidad no es un lujo ni una meta privada; es el resultado de un mundo más justo. Y la única manera en que la felicidad tenga sentido es hacer que los otros puedan disfrutar de aquello que uno ama.
Mientras la felicidad siga siendo un derecho proclamado, pero no garantizado, mientras la muerte y la miseria sigan siendo la norma para tantos, el Día Internacional de la Felicidad no es más que un recordatorio de la podredumbre en la que vivimos.